Las tentaciones de San Antonio, de Niklaus Manuel Deutsch
El abad San Antonio, el que había huido de los hombres, se encontraba la soledad poblada de demonios. El espíritu del mal, que había adivinado en aquel joven el padre de una raza heroica, se presenta delante de él con sus innumerables transformaciones y sus especies infinitas. Sus ejércitos invaden la arena del desierto que habrá de ser la vivienda de otros tantos y tan gloriosos eremitas o ermitaños, a los que se conoce como Padres del Desierto. Antonio veía el mundo cubierto por las redes de sus acechanzas, y el enemigo se le presentaba como un monstruo disforme, cuya cabeza tocaba con las nubes y en cuyas garras quedaban prendidas muchas almas que intentaban volar hasta Dios.
«Terribles y pérfidos son nuestros adversarios—dirá más tarde a sus discípulos—. Sus multitudes llenan el espacio. Están siempre cerca de nosotros. Entre ellos existe una gran soledad. Dejando a los más sabios explicar su naturaleza, contentémonos con enterarnos de las astucias que usan en sus asaltos contra nosotros.»
Era un experimentado quien hablaba. Al principio de su vida eremítica tuvo que luchar con las más patéticas estratagemas del infierno. Coronados de rosas o de cuernos, enormes como torres o diminutos e impalpables como duendes; bellos como dioses paganos majestuosos e hirsutos como profetas hebreos, transformados en larvas o cubiertos de pústulas repugnantes, con aposturas de efebos encantadores o con ademanes de ascetas encanecidos en la práctica de la virtud, los emisarios de Luzbel estaban siempre a su lado, tentadores y atormentadores. Tomaban la imagen de un niño desvalido, que, recostado a la puerta de su cabaña, lloraba sin cesar hasta que el Padre, lleno de compasión, se acercaba para socorrerlo; o bien, metamorfoseándose en algún religioso, se cruzaban en su camino pidiéndole sus bendiciones.
Otras veces, viendo que estos ardides eran estériles, turbaban sus sueños, sugiriéndole visiones de grandeza y poderío. Pero como el santo demostraba el más absoluto desdén por los esplendores terrenales, Satanás ponía en juego todo el poderío de sus legiones malditas. Ni un paso podía dar el solitario sin ver surgir de la tierra piaras innumerables de puercos que gruñían espantosamente, manadas de chacales que estremecían con sus alaridos la soledad, millares de serpientes y de dragones que le rodeaban echando fuego por la boca. La choza se tambaleaba con la tempestad de rugidos, silbidos y estridores de aquellas fieras monstruosas.
Una vez, en medio de esta lucha, Antonio vio que sobre lo alto de la montaña se abría el cielo, dejando escapar una gran claridad, que ahuyentó a los espíritus de las tinieblas. «¿Dónde estabas, mi buen Jesús?—exclamó entonces el solitario—. ¿Dónde estabas? ¿Por qué no acudiste antes a curar mis heridas?» Y de entre la nube luminosa salió una voz que le decía: «Contigo estaba, Antonio; asistía a tu generoso combate. No temas; estos monstruos no volverán a causarte el menor daño.»
Las tentaciones de San Antonio, de Salvador Dalí
Pero el demonio, que es muy sabio, cambió desde entonces de táctica; olvidando la violencia y el furor, echó mano de la malicia y la sutileza. Con una ligereza imperceptible trataba de insinuarse en todos los actos de su enemigo: tomaba voz angélica para alabar su penitencia y cantar su perfección; cambiaba sus alimentos por otros más exquisitos; trastornaba el orden de las letras en las Sagradas Escrituras; cerraba los párpados del anacoreta cuando velaba y usaba toda suerte de mañas para distraerle en sus rezos.
Frutos de esta lucha encarnizada fueron una paciencia celestial, una dulzura seráfica, una calma infinita. Antonio había penetrado desde este mundo en la serenidad de los escogidos. Las gentes iban a verle, y, aunque ni por su traje ni por sus maneras tenía distintivo alguno, le reconocían apenas se encontraban frente a él. Un solitario acostumbraba a hacerle cada año una visita, pero sin decirle nunca una sola palabra. Como el santo le preguntase la causa de aquel silencio: «Padre mío—respondió él—, con veros me basta.»
Hasta su celda llegaban los sacerdotes de los ídolos, los obispos católicos, los doctores de la Iglesia y los sabios paganos. Una vez preguntó a dos de ellos, que habían venido atraídos por la curiosidad: «¿Por qué, oh filósofos, os habéis molestado por ver a un insensato?» «No te creemos tal—respondieron ellos—; al contrario, la sabiduría ha descendido sobre tu cabeza.» «Si creéis que soy sabio—replicó él—, debéis imitarme; pues no es de cuerdos huir de aquello que se aprecia.» A Dídimo, el famoso sabio cristiano, le preguntó si estaba triste por haber perdido la vista, y como él contestase afirmativamente, replicó Antonio: «Es extraño que un hombre tan sensato como vos eche de menos los ojos, que nos son comunes con las moscas, teniendo la luz más preciosa de los Apóstoles y los santos.»
El santo eremita solía decir: «Los más puros son los que con más frecuencia se ven acosados por las arteras mañas del demonio.» Y el demonio seguía presentándose delante de él, pero Antonio le trataba como a un vencido. En su visita a Pablo, el eremita centenario, que vivía al otro lado del Nilo, se le apareció metamorfoseado en toda suerte de animales fabulosos, centauros, dragones, hipogrifos y arpías.
Hasta los sátiros le pedían que rezara a Dios por ellos
«En un valle—dice San Jerónimo—vio un hombrecillo pequeño, que tenía las narices corvas y la frente áspera, con unos cornezuelos y pies de cabra en la última parte del cuerpo. Sin turbarse con este espectáculo, Antonio asió como buen soldado el escudo de la fe y la cota de la esperanza; pero el animal, manifestando sus intenciones pacíficas, le trajo unos dátiles para el camino; lo cual, visto por el santo, se detuvo y preguntó: «¿Quién eres?» «Yo soy mortal—respondió el trasgo—y uno de los habitadores del yermo, a quien la gentilidad reverencia con el nombre de sátiros, faunos e íncubos; y vengo a ti, por embajador de mi gente, a pedirte que ruegues por nosotros al Dios común de todos, el cual sabemos que vino por la salud del mundo.»
Oyendo estas cosas, el viejo caminante regaba su rostro con muchas lágrimas y holgábase mucho por la gloria de Cristo y caída de Satanás, e hiriendo con su báculo la tierra, decía: «¡Ay de ti, Alejandría, que adoras a los monstruos en lugar de Dios! ¡Ay de ti, ciudad ramera, en quien han concurrido todos los vicios del mundo! ¿Qué podrás decir ahora, pues las bestias confiesan a Cristo, y tú te postras delante de los monstruos?» Y para que se crea su relato, añade San Jerónimo que en tiempo del emperador Constantino se trajo a Alejandría un hombre como éste, que fue la admiración de todo el pueblo; y después de muerto, salaron el cuerpo y lo llevaron a Antioquía para que el emperador lo viese.
Entretanto, Antonio se había convertido en padre de un pueblo nuevo. Eran los anacoretas, los sublimes habitantes de las montañas inhospitalarias y los arenales espantosos, representantes generosos de una humanidad superior, admirable hasta en sus mismos defectos, figuras de una fabulosa epopeya mística, cuyo primer canto es la vida de Antonio, el patriarca de todos ellos.
Hola. Estoy haciendo un estudio sobre San Antonio ¿Podrían recomendarme algún texto donde se describan las tentaciones a las que se vio sometido? Les agradecería un consejo al respecto.
Saludos.
perdon ¿debo escribir un poco menos?
!alabado sea DIOS en sus ANGELES y sus SANTOS¡ los que INMACULADAMENTE buscan la GLORIA de DIOS desde la tierra sin importarles las cosas de este mundo !MAS QUE LA PRESECIA DE DIOS para ejemplo de todos los seres humanos de esa BENDITA TIERRA¡que la bendicion de DIOS este con todos ustedes.