Tomado del libro Memorias de un Exorcista del padre Gabrielle Amorth.
Demonios y almas condenadas.
El siguiente testimonio muestra cómo, a veces, en la posesión diabólica intervienen almas condenadas.
Hace años un señor me pidió que bendijera su casa, donde ocurrían hechos extraordinarios: se oían pasos de personas que no estaban; encontraba bajo la almohada, o en el alféizar de la ventana, o en el asiento del coche, tres monedas, tres ramas, tres piedras; encontraba el peine o el dentífrico en la nevera; durante las comidas, el tapón del agua mineral siempre aparecía junto a su mujer; su mujer, y sólo ella, veía de espaldas a un atractivo y rubio joven andando por casa, o en los jardines del vecindario. El hombre pensó que alguien quería importunarlos y llamó a los carabineros; tras acudir varias veces a su casa inútilmente, los policías desistieron, pensando que eran imaginaciones o alucinaciones de mentes enfermas.
Fui enseguida. Mientras me ponía el alba, la mujer se alejó y me miró con aire amenazador. Empecé a orar y a rociar con agua bendita. Unas gotas cayeron sobre la mujer, que tuvo una reacción inesperada: empezó a gritar que el agua ardía. Me quedé de piedra y le dije a su marido: «Es algo serio; acompaña a tu mujer a ver al exorcista de la diócesis».
Al día siguiente fueron a ver al exorcista, quien les aseguró que se trataba de un caso grave, una auténtica posesión diabólica. Era el sexto o séptimo caso grave que veía desde que era exorcista. Le llevaban a la mujer dos veces a la semana. Al cabo de un tiempo, el sacerdote le aconsejó al marido que se dirigiera al obispo, a pedir la ayuda de un cura que interviniera todos los días, pues de otro modo tardaría mucho tiempo en liberarse. El matrimonio visitó al obispo de la diócesis y éste me encargó la labor a mí, puesto que yo conocía los hechos y era el párroco de la pareja.
Empecé a ir todos los días a casa de esta familia; me quedaba entre cuarenta y cinco minutos y una hora, según lo que tardaba el demonio en alejarse y dejar libre —provisionalmente— a la mujer. Cada vez, antes del exorcismo, la mujer me decía: «¿A qué has venido? ¿Es que no tienes nada que hacer?».
Cuando empezaba la oración entraba en trance; su marido y yo la sujetábamos, porque se ponía violenta. En dos ocasiones, antes de que comenzara, logró hacerse con un cuchillo y lo amenazó. Una vez se encerró en el dormitorio, cayó en un trance profundo y empezó a tomarnos el pelo. Entonces inicié el exorcismo desde el otro lado de la puerta; poco a poco se fue calmando y al final nos abrió. Durante el exorcismo la mujer hablaba distintas lenguas con voces diferentes; lo mismo cantaba la Marsellesa que recitaba el Infierno de Dante. Tras unos pocos exorcismos le pregunté su nombre y el demonio respondió: Zago. Dijo que era el amo y que le rendían culto en una localidad cercana, junto a una iglesia derruida; se expresaba por iniciativa propia y afirmaba que vencería.
Otro demonio presente, Astaroth, intentaba destruir el amor de la pareja y el amor entre padres e hijos. Había un tercer demonio, Serpiente, cuyo cometido era inducir a la mujer al suicidio. Lo intentó con bolsas de plástico atadas al cuello de la mujer y con cuerdas suspendidas de la lámpara; una vez la incitó a tirarse de un puente. Con frecuencia la mujer hacía las maletas y decía que quería ir a la localidad donde se encontraba la iglesia derruida, porque él la esperaba allí, se lo había ordenado y debía acudir. Según Zago, también había una legión de demonios menores.
Para mi sorpresa también manifestaron su presencia tres almas condenadas: Michelle, una mujer que había trabajado en el Moulin Rouge y que murió a los treinta y nueve años a causa de las drogas. Michelle solía hablar en francés; repetía las frases que utilizaba en el pasado con sus clientes, y entonces el rostro de la mujer adquiría un aire dulce y persuasivo. Michelle se quedó hasta el final del exorcismo; después, llorosa y atormentada, abandonó a la mujer.
También estaba presente Belcebú, un marroquí que les cortó la cabeza a tres misioneros en 1872. Le pregunté a qué orden pertenecían los tres religiosos y me contestó: «¡¿Qué sé yo de vuestras órdenes religiosas?!». Se suicidó a causa del remordimiento.
La tercera alma condenada era Jordan, un escocés que había matado a su madre. Hablaba bastante; creo que decía: «Zago es el dios verdadero; él es el más poderoso». Creo, porque sé muy poco inglés.
Durante el exorcismo Zago alardeaba de ser el amo del mundo, afirmando que todo se movía a su antojo, que la guerra civil en Ruanda la había provocado él y que disfrutó y se relamió con la sangre derramada. Para provocarme me decía: «¡Tus sermones no son más que cuentos! ¡Nadie te escucha!». También solía amenazarme con que una noche me sacaría las tripas. Una vez me dijo: «Ten cuidado, porque puedo entrar dentro de ti». Y, tras unos instantes de reflexión, añadió: «Aunque no creo que se esté muy bien en el cuerpo de un cura». Cuando insistía y lo presionaba con mis preguntas, me decía: «Me estás tocando las pelotas». Yo replicaba: «No sabía que los demonios tuvieran pelotas». A lo que él rebatía: «¡Estúpido! Es una forma de hablar». Y no dejaba de resoplar.
Les pregunté cuándo habían entrado en la mujer. Zago respondió: «Entré en 1972, antes de que la mujer pisara la iglesia el día de su boda, a las doce». Era exacto. Yo oficié la boda. A Zago le encargó esa misión un hombre, natural de Viterbo, que no deseaba que se celebrara el enlace. Más tarde, a las doce de la noche, durante una misa negra en la que se sacrificó un animal, entraron los otros demonios. El marido recordaba que, el día antes de la boda, un hombre que no deseaba que se celebrara fue a ver a un cura. Zago alardeaba de que junto a la iglesia derruida estaba su templo, con una dedicatoria grabada: AL DIOS ZAGO. Cada vez que yo pronunciaba la frase «A Dios el reino», él se apresuraba a corregirla: «A Zago el reino».
Cuanto más avanzaba yo con los exorcismos, más aumentaban su consternación y sus lamentos. Cuando imponía las manos sobre la cabeza de la mujer, Zago chillaba, no entendía nada y gritaba: «Me estás ensuciando la casa, dejas que entre luz, ¡me estropeas la casa!». Yo le decía que la luz es hermosa, pero él gritaba: «¡No! Las tinieblas son mi casa». Afirmaba estar en la cabeza de la mujer. «¿Por qué estás en la cabeza?», le pregunté, a lo cual respondió: «Desde la cabeza se controla todo el cuerpo». La imposición de manos lo enfurecía. La mujer tenía un pequeño bulto en la cabeza y Zago me aseguró que se lo había provocado él. Su marido confirmó que el bulto había aparecido de repente, muchos años atrás. Al principio la familia se alarmó, pero los análisis revelaron que no era nada preocupante.
A menudo, yo soplaba sobre el cuerpo de la mujer, como signo sensible del soplo del Espíritu Santo, y ella se debatía y gritaba: «¡El viento arde!». También se quejaba cuando la bendecía con agua bendita. Estas reacciones furiosas terminaban en cuanto el demonio se iba, al final del exorcismo. Durante las primeras sesiones, intentamos meter una botella de agua bendita para que la mujer la bebiera, pero fue inútil: la botella siempre permanecía vacía.
Las amenazas del demonio se iban multiplicando, porque la mujer había empezado a rezar. Desde el día de su boda, sólo había entrado en la iglesia ocasionalmente y a regañadientes, y había dejado de rezar. El demonio mimaba a la mujer, y hacía que escuchara música clásica durante horas. «¿Por qué música clásica?», pregunté, y me contestó: «Porque a ella le gusta». Además, se le aparecía como un joven rubio, pues sabía que a ella le gustaban los hombres rubios. De día le susurraba frases dulces y la mujer solía decir que se sentía bien con él, cuando, en realidad, lo que ocurría es que se había aislado de su entorno y vivía en su propio mundo.
Durante los exorcismos, cuando ya no aguantaba más, el demonio se alejaba. Entonces la mujer salía del estado de trance y preguntaba qué había ocurrido y qué había dicho. No recordaba nada; únicamente se sentía cansada y dolorida, como si le hubieran dado una paliza. Una vez forcejeó mucho y yo, sin querer, le di un golpe en la cabeza con el hisopo. Le hice un chichón, pero ella no se dio cuenta; sólo después del exorcismo se lo tocó y sintió dolor.
Tras los exorcismos, la mujer veía al demonio deambulando por la habitación o el jardín y advertía que ya no estaba dentro de ella. Pero, al cabo de un rato, empezaba a sentir de nuevo su presencia en el interior. En una ocasión, al concluir el exorcismo, no lográbamos abrir la verja automática. La mujer salió y vio que el diablo se había interpuesto entre el mando a distancia y la verja. Con una sola bendición, la verja se abrió.
Ese verano fui de acampada al monte con los chicos de la parroquia, pero, una vez a la semana, regresaba a la ciudad para hacer el exorcismo. Cuando me veía, la mujer, ya en trance, me decía: «¿No estabas en el monte? ¿A qué has venido?». Y proseguía con sus amenazas. Cuando terminó la acampada, volví a exorcizarla de nuevo todos los días. La fuerza y la arrogancia del demonio disminuían progresivamente, por eso la mujer lo invocaba: «Satanás, no me abandones. Satanás está aquí, entre nosotros. ¡Ayúdame, Satanás!».
A partir del mes de julio empezó a decir que se iría. A principios de agosto dijo que se marcharía la víspera de la Asunción: «Cuando tú saques a tu monigote [la estatua de la Virgen], yo me iré». Discretamente, le pedí a la comunidad que rezara y ayunase y anuncié que la víspera de la Asunción se produciría un gran milagro. Logré que la mujer, acompañada de su marido y un amigo, esperara en un punto del recorrido de la procesión. Al ver pasar a la Virgen, gritó mucho y se desmayó.
Después del oficio religioso preguntó qué había ocurrido. Le conté que mientras yo estaba en la iglesia, después de la procesión, la vi entre la multitud, sonriente, lo cual era raro, porque no sonreía desde hacía mucho tiempo. Entonces interrumpí la letanía, anuncié que el milagro se había producido y dimos gracias al Señor. Durante una semana reinó la calma; luego la mujer comenzó a sentir fuertes dolores en el abdomen, le salieron ampollas en todo el cuerpo y tantas llagas en la boca que no podía comer. Y si lograba comer algo lo vomitaba al instante. Vomitó pelos, clavos y hasta excrementos. Además, el demonio la obligaba a hacer cosas humillantes: la hacía orinar en todas partes, o, si iba a una tienda, le tiraba al suelo las botellas que estaba comprando, o hacía que le saliera sangre de la nariz o de abajo.
La mujer, con la ayuda de su marido, rezaba, pero no era eso lo que quería el demonio. Un día, durante el exorcismo, me gritó muy enfadado: «¿Sabes qué ha hecho? Ha gritado. ¡Que no lo haga! A partir de hoy, le provocaré mucho sufrimiento». Desde entonces la pareja empezó a encontrar bajo la almohada billetes de mil liras con un clavo en los ojos, la boca, las orejas o la garganta de la imagen impresa en el anverso. Eran avisos de que, al día siguiente, la mujer tendría dolores en las partes señaladas con el clavo. Y así ocurría.
Unos días después de la fiesta de la Asunción, regresó el demonio Serpiente y entró en la barriga de la mujer. Cuando yo le imponía las manos sobre el estómago, ella sufría mucho y yo sentía bajo mis manos algo duro, que me rehuía; si lo apretaba, se quejaba: «Me estás estrangulando, me estás ahogando». Yo le decía que no podía seguir en aquel cuerpo, que pertenecía a Dios, y él me contestaba, con rabia: «Ahora la cabeza es tuya, pero el cuerpo es mío».
Un día me llamó su marido, muy asustado, para decirme que una serpiente se había enroscado en el cuello de su mujer y la había mordido. Fui enseguida a su casa y encontré a la mujer en un profundo estado de nervios; corría por la habitación e intentaba arrancarse algo que le apretaba el cuello. Decía que era una serpiente y que la había mordido. Tras echar agua bendita vimos dos pequeños orificios. El demonio Serpiente empezó a vanagloriarse de haber mordido a la mujer; dijo que ésta moriría sin remedio, pues era suya y él iba a cumplir su misión, que era matarla.
Entonces el marido me contó un recuerdo: «Hace mucho tiempo, mi mujer solía ver una serpiente en lo alto de un árbol, delante de nuestra antigua casa. Pero sólo la veía ella». Tras la mordedura y las amenazas decidí practicar exorcismos dos veces a la semana. Estábamos a principios de diciembre. Ahora sólo hablaba Serpiente; tenía una voz cavernosa, profunda, aunque cada día sonaba más débil y sumisa. Al fin prometió que el domingo siguiente al día de la Inmaculada se iría para siempre, y que mandaría una señal muy evidente.
En aquella etapa yo oía una voz nueva durante el exorcismo. Pregunté con fuerza: «¿Quién eres?», y una voz femenina contestó: «Soy Vanessa, una chica de veintitrés años. Iba a la universidad, pero luego conocí a un joven que me llevaba a misas negras, cerca de la iglesia derruida, y empecé a servir al demonio. Una noche bebí sangre y salí enfebrecida del rito; entonces crucé la calle, me atropelló un coche y morí».
Durante el exorcismo les pregunté a Michelle y a Vanessa si estaban bautizadas y les recordé el día de la Primera Comunión; ellas me contestaron con rabia y amargura. Mientras, en la casa seguían produciéndose extrañas señales. En la pared, la almohada y las sábanas había calaveras dibujadas: el signo de la muerte. La victoria del demonio Serpiente consistía en la muerte de la mujer; eran sus últimos intentos. La mujer estaba exhausta, no podía más, y resolvió dejar de rezar y de someterse a exorcismos. La convencimos para que pronunciase la oración de exorcismo de León XIII. Lo hizo con gran esfuerzo, pues, al llegar a la parte en que se pide al demonio que se vaya, le apretaron tanto el cuello que no podía hablar.
Le dije a su marido que siguiera rezando con su mujer; cuando ella se ponía violenta, él hacía la señal de la cruz sobre su cuerpo y sus brazos para aplacarla. Un día el demonio le dijo: «¿Qué haces? ¡Tú no eres cura!». Pero era evidente que las señales de la cruz le molestaban. A veces el marido se quejaba de insomnio y su mujer le decía: «No me extraña. ¿No has visto que él estaba entre nosotros?». En la habitación contigua había una cama de invitados en la que nadie dormía. Y, sin embargo, en esa cama podía verse la forma de una persona, como si alguien hubiera dormido en ella; yo mismo pude constatarlo en varias ocasiones.
Durante aquellos largos meses sucedieron más cosas raras. De pronto, la mujer empuñaba una pistola que, en teoría, estaba encerrada en la caja fuerte, pese a que el marido llevaba siempre encima la llave de la caja. Los trajes más bonitos de la mujer aparecían llenos de agujeros y rotos. Habían arrancado cuentas del rosario, las imágenes sagradas tenían los bordes quemados, y muchos otros hechos inexplicables: la foto de la madre de la mujer aparecía vuelta hacia el otro lado, o invertida, en la mesilla; forzaron la puerta de la casa, pero no robaron nada; encontraban bajo la almohada anillos y pendientes que no
pertenecían a ningún miembro de la familia; el permiso de conducir y la documentación del marido desaparecieron. Antes olvidé decir que, durante los exorcismos, la mujer chillaba de pronto y se tocaba una parte concreta; entonces nos acercábamos a mirar y veíamos una cruz en la carne, como si se la hubiesen grabado con un trozo de cristal.
Durante los exorcismos del mes de diciembre, a veces el diablo, desconsolado, exclamaba: «Tú ganas. No puedo quedarme más, hay demasiada luz dentro de ella». Yo insistía para saber qué lo obligaba a irse, y él contestaba a regañadientes: «La oración de la mujer. Es buena, y tú has venido muchas veces. Vosotros ganáis, me tengo que ir». Le pregunté dónde iría a hacer más daño, y respondió: «A otro lugar, pero tened cuidado, porque puedo regresar».
En las últimas oraciones de exorcismo, sucedieron dos hechos extraños. En la frente de la mujer se dibujó una cruz de un rojo descolorido. Creí que sería carmín o algo así, pero cuando su marido la tocó vio que era sangre. Preguntamos qué había ocurrido y la respuesta nos dejó mudos de espanto, horrorizados: «Es la sangre de un bebé de cuatro días. Su madre, que es una adepta, vino al templo a ofrecérmelo».
El segundo hecho es el siguiente. Durante un exorcismo el demonio me dijo: «Mira qué le he hecho a tu monigote». En el jardín de la casa había una pequeña estatua de la Virgen. Le dije al marido que fuera a ver. Al volver me dijo que la Virgen lloraba sangre. Tras el exorcismo salimos todos al jardín; yo mismo pude constatar que era cierto: de sus ojos brotaba sangre. Fuimos a por una Polaroid e hicimos varias fotografías que aún conservo. Después limpiamos el rostro de la Virgen, pero al día siguiente ocurrió lo mismo.
El 10 de diciembre, el diablo prometió que al día siguiente, «el día de tu Señor» (era domingo) por la tarde, se marcharía para siempre durante el exorcismo. Al día siguiente, fui a casa de la mujer sobre las 15.30. En cuanto empezamos a rezar el demonio gritó: «San Miguel se acerca con la espada desenvainada… Se acerca y yo no puedo huir.
¿Quién es esa mujer rodeada de luz? ¡Se está acercando!». «¡Es la Virgen!», grité yo. Y él prosiguió: «Veo una luz muy grande… con doce estrellas y la luna debajo… No puedo, no puedo quedarme». Entonces lanzó el chillido más fuerte que he oído en mi vida. La mujer salió de su estado de trance, y preguntó: «¿Qué ha pasado?». Le gritamos: «¡Todo ha terminado!». Y nos abrazamos, conmovidos.
Unos meses después de la liberación de la mujer ocurrió un hecho singular. Junto a la estatua de la Virgen, en el seto de un metro de altura, su marido vio una serpiente grande, enroscada sobre sí misma. El hombre le pidió ayuda a un vecino y éste acudió con una horca. Tiraron al suelo a la serpiente sin que el animal reaccionara y le aplastaron la cabeza. Fue un episodio bastante raro; sin embargo, cuando se lo contaron al exorcista que llevaba el caso, dijo que tal vez fuera una señal. No olvidemos que la mujer solía ver una serpiente cuando tendía la ropa junto al seto; sólo la veía ella y por eso le daba miedo ir hasta allí.
Durante los últimos meses de la posesión, el marido echó en falta dinero y unas acciones bancarias; además, varios pagos del alquiler no se habían hecho efectivos. La mujer salía de casa con el dinero, pero los billetes tomaban otros caminos. Un día le pregunté al demonio por qué ocurría eso y me dijo que él robaba el dinero para dárselo a sus adeptos, pues quería que éstos fuesen ricos y felices. Luego me prometió que, poco a poco, lo devolvería todo. Los últimos días, cuando el demonio no dejaba de repetir que iba a marcharse, le dije que no había cumplido su palabra de devolver el dinero, a lo cual respondió: «¿Y tú te crees lo que dice el demonio?». Acompañé al marido al banco, y también a una empresa en la que debían dinero; él creía que su mujer había efectuado los pagos, pero no era así. Apenas les quedaba dinero en el banco, aunque todas las operaciones se habían hecho correctamente; y a la empresa no le habían pagado nada. Su marido echó cuentas y calculó que habían perdido unos 20 o 25 millones de liras. Además, la mujer, tiempo atrás, les había pedido dinero a unos amigos para pagar unas letras, recalcando que no le dijeran nada a su marido, de modo que aún habían contraído más deudas.
Después de estos hechos, el marido comprendió en un sentido más profundo varios episodios acontecidos en el pasado, desde el día de su boda: primero la mujer tenía un carácter dulce y afable; luego adquirió un temperamento fuerte y polémico. La mujer veía a su padre muerto junto a la cabecera de su cama y oía ruidos extraños. Se volvió insoportable y adelgazaba a ojos vistas. Me contó que, diecisiete años después de la muerte de su suegro, la caja reventó en el cementerio, como si lo hubiesen enterrado hacía poco, y por las grietas brotó sangre negra. Llamaron a un médico, quien declaró que se hallaban ante un hecho inexplicable. El marido también recordaba haber sentido escalofríos de frío injustificables y un hormigueo en todo el cuerpo.
Gracias a Dios todo ha terminado y en aquella casa reinan la paz y la sonrisa. La mujer está muy bien; sólo le dan crisis de melancolía de vez en cuando. Según el exorcista de la diócesis, son incursiones del demonio; por eso le aconseja que siga rezando y que, una vez a la semana, vaya a que la bendigan.