Lilith y sus herederas

Texto de Francisco Javier Fontenla. Ilustración: “Fausto y Lilith”, de Richard Westall.


Seguramente la historia del vampirismo comienza con la leyenda de Lilith, la primera mujer de Adán según ciertas tradiciones hebreas (su nombre también es mencionado en el Libro de Isaías). Por lo visto, Lilith salió algo rebelde y se unió a los demonios (tras su “divorcio” Dios tuvo que crear a Eva, para que Adán no se quedara soltero). Lilith chupaba la sangre de los niños y también la de los hombres que conseguía seducir con su eterna belleza. En ocasiones entraba en los dormitorios de las parejas que hacían el amor durante la noche, para robar el esperma que quedaba entre las ropas de la cama y hacer con él espíritus impuros, semejantes a los íncubos y súcubos de la Europa medieval. Lilith reaparece en varias obras literarias, entre ellas el Fausto de Goethe.

Los antiguos griegos creían en las empusas, monstruos femeninos que adoptaban la apariencia de mujeres hermosas para seducir a los incautos, con el propósito de chuparles la sangre mientras dormían. Era posible reconocer a una empusa porque tenía pies de cabra, pero sus amantes solían fijarse en otras partes de su anatomía, de modo que no descubrían el engaño hasta que era demasiado tarde.
Lamia fue convertida en serpiente por la maldición de Hera, después de haber mantenido relaciones amorosas con Zeus. Pero podía adoptar una apariencia agradable, que aprovechaba para seducir a los hombres y matarlos, igual que hacían las empusas. En cierta ocasión conoció a un filósofo griego llamado Menipo, que se enamoró de ella. Pero Apolonio de Tiana, maestro y amigo de Menipo, desconfiaba de aquella misteriosa mujer. Cuando se celebró el banquete nupcial, Apolonio acudió como invitado y reveló la naturaleza demoníaca de Lamia. Según una tradición recogida por el escritor Filóstrato, le dijo a Menipo las siguientes palabras: “Estás abrazando a una serpiente”. Entonces Lamia, sabiendo que no podía engañar a un hombre tan sabio como Apolonio, desapareció para siempre. Su leyenda inspiró a grandes poetas, como Goethe y John Keats.

Los romanos creían que ciertas brujas (las “striges”) podían adoptar la forma de lechuzas o comadrejas para entrar en las casas y chuparles la sangre a los niños. Esa leyenda pervivió hasta tiempos relativamente recientes en las “brujas chuponas” gallegas y en las guaxas o guajonas del norte de España.
Estas viejas leyendas, unidas a la figura real de la asesina húngara Elizabeth Báthory, dieron lugar a buena parte da literatura vampírica que floreció en Europa durante el siglo XIX, coincidiendo con el movimiento romántico y con el decadentismo. Este subgénero nace con dos obras de poesía narrativa donde aparecen vampiras: La novia de Corinto de Goethe y Christabel de Samuel Taylor Coleridge. Luego vinieron Lamia de Keats, Vampirismus de Hoffmann, La muerta enamorada de Gautier, Carmilla de Le Fanu, Las flores del mal de Baudelaire, Thanatopía de Rubén Darío y Drácula, la célebre novela de Bram Stoker, donde Jonathan Harker se encuentra con tres sensuales vampiras.

Todas estas hijas de la noche son hermosas y saben seducir a los hombres antes de dejarlos sin sangre, igual que hacían las lamias y empusas de la mitología clásica. Un caso particular es el de Carmilla, que muestra claras tendencias lésbicas, motivo por el cual ciertas adaptaciones de la novela no pudieron estrenarse en España, tras haber sido vetadas por la censura franquista. Carmilla reaparece en obras de ficción modernas, como Vampire Hunter D: Bloodlust o Castlevania.
Para terminar este artículo, no podemos olvidar El legado, la gran novela de Sara Lena Jiménez Tenorio, quien, mezclando realidad y leyenda, nos cuenta la sangrienta historia de Elizabeth Báthory, apodada “la Condesa Sangrienta”.

Fuente:

https://www.facebook.com/groups/labibliotecadealejandria

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