
La maldición es una de las maneras más comunes de que una persona sufra una posesión demoníaca.
El contagio, la perturbación, la obsesión o la posesión misma, pueden producirse por ingestión de comida, bebida o drogas sobre las que se ha establecido una maldición; por mal de ojo, mediante prácticas como el vudú y la santería, o por encargo específico hecho a un brujo negro, el cual con diversos artificios, ocupará el espíritu de un fallecido para que dicha maldición se extienda sobre la persona, la familia o la casa.
Estos conjuros pueden romper parejas, destruir amistades, causar muertes y enfermedades y asimismo abrir la puerta al Mal y así permitir la posesión diabólica o el contagio de un espíritu maligno.
Las maldiciones más terribles son las que hacen los padres o parientes cercanos. No deben subestimarse, incluso si están realizadas por otras personas, por encargo.
Los padres que maldicen a sus hijos, se los están prometiendo al mismísimo demonio, otorgándole derechos sobre ellos.
En determinadas ocasiones, la participación, incluso involuntaria, en cualquier tipo de maldición puede causar la posesión diabólica o de un mal espíritu no sólo de la víctima, sino también de cualquiera de las personas implicadas. Por ejemplo, la persona que haya encargado dicha maldición, un colaborador, etcétera, sufrirá también las consecuencias, en diverso grado.
El brujo o mago negro, no. Lógicamente, él se protegerá con uno o más ‘palos blancos’ para que cuando se produzca la liberación de la víctima, la devolución de los resultados de su trabajo recaiga en ellos y no se vuelva en su contra. ©TLI