El ermitaño y sus animales

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Cuentan de un anacoreta que se había aislado de la vida mundana para vivir en contacto con la naturaleza. En los alrededores se le consideraba santo y mucha gente le visitaba para recibir sus sabios consejos. Gracias a ellos, muchos problemas eran resueltos de la mejor manera.

Pero el ermitaño siempre se quejaba argumentando que le faltaba tiempo para cuidar a sus animales; que debía ser muy precavido con ellos porque de lo contrario podría verse en serias dificultades, y aún en las horas de dormir, estaba alerta para no dejar salir de su encierro a esas bestias.

A quienes eran los más asiduos a visitarle, les llamó la atención el no haber visto nunca en la cueva del asceta animal alguno. Incluso, llegaron a creer que los tendría en un lugar oculto, o bien era tanta su soledad que ya la mente del venerable comenzaba a delirar.

Un día en el que no había visitantes, los amigos del sabio le preguntaron: «Maestro, nos llama la atención lo que hablas sobre el cuidado de tus animales y la verdad, nunca los hemos visto. ¿Podremos conocerlos algún día?»

El viejo, con infinito amor miró a los muchachos y les respondió: «Hijos míos, no crean ustedes que la soledad comienza a mermar mis capacidades mentales. No estoy inventando nada. Sucede que abandoné la civilización porque allá es más difícil convivir con Dios y ahora, en este retiro, he descubierto que tengo en mi interior infinidad de defectos a los que he denominado animales».

«Tengo 2 halcones que se lanzan sobre todo lo que ven, ya sea malo o bueno» -dijo el viejo-. «Debo enseñarles a que sólo seleccionen las presas buenas. Es fácil que se confundan y si dejo que hagan lo más fácil, se extraviarán inevitablemente. Esos halcones son mis ojos, los cuales deben ver únicamente el lado positivo de las cosas».

«Poseo 2 águilas que tienen unas garras poderosas y es tal la fuerza que imprimen al cerrarse, que si se lo permito, causarán mucho daño a sus víctimas» -dijo el anacoreta-. «Se trata de mis manos, herramientas que Dios me concedió para ponerlas al servicio de mis semejantes. Con ellas no debo herir a nadie, porque todos son mis hermanos».

«También lidio con 2 conejos -añadió el santo- inquietos, que quieren ir donde les plazca evitando enfrentar las situaciones difíciles. Se trata de mis pies. Debo dirigirlos hacia esos lugares donde me necesitan los que sufren. Fácil sería para mí evadir mi responsabilidad. Pero mis pies los dirijo hacia el lugar donde están los necesitados».

«El animal más fiero y con el que tengo una lucha a muerte es una serpiente» -continúo el asceta-. «Es inmensa y posee un veneno letal que puede destruir pueblos en un abrir y cerrar de ojos. Se trata de mi lengua, músculo que me dio Dios para hablar cosas buenas, llevar alivio a los que sufren, dar buenos consejos y saborear mis alimentos. Pero no debo utilizarla para destruir, criticar o burlarme de las acciones de los demás. Todos los días, la mantengo encerrada en su jaula de 32 dientes para que no pueda escupir su veneno y cause calamidades».

«Lo mismo sucede con un burro, terco y obstinado, que diariamente quiere sacudirse su carga y no quiere andar» -siguió el sabio-. «Se trata de mi cuerpo, inventando 50 mil excusas para no ir a cumplir con la misión que me he echado a cuestas. Inventa cansancio, pone de pretexto el clima, que llueve, hace frío o calor o bien, que no son horas de viajar o recibir gente. Con voluntad lo he estado venciendo».

«Finalmente, tengo un león el cual cree ser el rey de todo» -prosiguió el anacoreta-. «Se trata de mi corazón. No debo vanagloriarme con las cosas que hago y que suceden a mí alrededor, porque quien permite que sucedan es Dios. Yo sólo soy su más humilde sirviente y por nada del mundo debo dejar que me domine el tonto orgullo».

Para cuando el viejo había terminado su relato, ya se había juntado un buen número de personas que seguían con interés su enseñanza y cabizbajos, aceptaban las verdades que el santo les había dicho en esa charla. Comprendieron y aceptaron que esos animales que se llevan dentro de cada uno, son la causa de la infelicidad, guerras, miserias y destrucción que asola a la humanidad.

Cada quien se retiró a sus lugares de residencia saboreando cada palabra de esa sabia enseñanza dada por un viejo que vivía en una cueva y su única compañía era la naturaleza. Nadie debe sentirse solo en ninguna circunstancia de la vida, porque quien lleve siempre en su corazón a Dios, jamás se sentirá abandonado y las cosas se solucionarán siempre de la mejor manera.

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