
Capítulo de la obra del mismo título, por el padre Gabrielle Amorth
Un día me llamó por teléfono un obispo para recomendarme que exorcizara a cierta persona. Como primera respuesta le dije que él mismo proveyera a nombrar un exorcista. Me contestó que no lograba encontrar a un sacerdote que aceptara este servicio. Lamentablemente esta dificultad es general. A menudo los sacerdotes no creen en estas cosas; pero si el obispo les ofrece el encargo de ser exorcistas, les parece sentir encima de ellos a los mil diablos, y se niegan. Muchas veces he escrito que le molesta mucho más al demonio que la gente se confiese, es decir, arrojar de las almas al demonio mismo, que el que haya exorcismos, que es arrojarlo de los cuerpos. Y mucho más le da rabia al demonio si se predica, porque la fe nace de la Palabra de Dios. Por eso un sacerdote que tiene el valor de predicar y confesar no debería tener ningún temor al ejercicio del exorcismo.
León Bloy escribió palabras muy duras contra los sacerdotes que se niegan a realizar exorcismos. Las tomo de “El Diablo” de Balducci, Ed. San Pablo, p. 233: “Los sacerdotes no utilizan casi nunca su poder de exorcistas porque les falta fe y, en últimas, tienen miedo de disgustar al demonio”. También esto es verdadero; muchos temen represalias y olvidan que el demonio hace ya todo el mal que el Señor le permite; ¡con él no existen pactos de no agresión! Y continúa el autor: “Si los sacerdotes han perdido la fe hasta el punto de no creer ya en su poder de exorcistas y de no hacer uso del mismo, es una terrible desgracia, una atroz prevaricación, en consecuencia de lo cual quedan irreparablemente abandonadas a los peores enemigos las pretendidas histéricas de que están abarrotados los hospitales”.
Palabras fuertes pero verdaderas. Es una traición directa al mandato de Cristo.
Vuelvo a la llamada del obispo. Le dije con franqueza que, si no encontraba sacerdotes, estaba obligado a proveer él personalmente. Oí que me respondía con cándida ingenuidad: “¿Yo? No sabría por dónde empezar”. Lo rebatí con la frase que me dijo el P. Cándido cuando me tocó comenzar a mí mismo: “Comience leyendo las instrucciones del Ritual y recite sobre el solicitante las preces prescritas ”.
Este es el punto de partida. El Ritual de los exorcismos comienza presentando 21 normas que debe observar el exorcista; no importa que estas normas hayan sido escritas en 1614; son directrices llenas de sabiduría que podrán completarse ulteriormente, pero que todavía tienen plena vigencia. Después de haber puesto en guardia al exorcista para que no crea fácilmente en la presencia del demonio en la persona que se presenta, proporciona una serie de normas prácticas, ya para reconocer si se trata de un caso de verdadera posesión, ya respecto al comportamiento que debe observar el exorcista. Pero el desconcierto del obispo (“no sabría por dónde empezar”) es justificado. No se improvisan exorcistas. Asignar tal encargo a un sacerdote, es algo así como poner en manos de una persona un tratado de cirugía y luego pretender que vaya a realizar cirugías. Tantas cosas, demasiadas cosas, no se leen en los textos, sino que se aprenden solamente con la práctica. Por esto pensé en poner por escrito mis experiencias, dirigidas por la gran experiencia del P. Cándido, con la certeza de que lograré muy poco: una cosa es leer, otra es ver. Pero escribo también cosas que no se encuentran en ningún otro libro.
En realidad el punto de partida es otro. Cuando se presenta, o es presentada por familiares o amigos una persona para ser exorcizada, se comienza con un interrogatorio cuyo objetivo es darse cuenta si hay motivos razonables para proceder al exorcismo, única forma de conseguir un diagnóstico, o si tales motivos no existen. Por esto se comienza estudiando los síntomas que la persona o los familiares denuncian, y sus posibles causas.
Se comienza con los males físicos. Los dos puntos más frecuentemente afectados son la cabeza y el estómago, en caso de influencias maléficas. Además de los males de la cabeza, agudos y refractarios a los calmantes, puede haber, especialmente en los jóvenes, un súbito bloqueo frente al estudio: muchachos inteligentes que nunca habían tenido dificultades en la escuela, de repente ya no logran estudiar y la memoria se les reduce a cero. El Ritual presenta, como signos sospechosos, las manifestaciones más vistosas: hablar corrientemente lenguas desconocidas o comprenderlas cuando son habladas por otros; conocer cosas lejanas y ocultas; demostrar una fuerza muscular sobrehumana. Como ya dije, he encontrado fenómenos de este tipo sólo durante las bendiciones (siempre llamo así a los exorcismos), no antes. A menudo son denunciados comportamientos extraños o violentos. Un síntoma típico es la aversión a lo sagrado: personas que de repente dejan de orar, cuando antes lo hacían; que no vuelven a pisar una iglesia, con sentimientos de rabia; que frecuentemente blasfeman y actúan con violencia contra las imágenes sagradas. Casi siempre aparecen simultáneamente comportamientos asocíales y rabiosos contra los familiares o los lugares que frecuentan. También se presentan cosas extrañas de diverso tipo.
Es inútil decir que cuando uno se adentra en el exorcismo ya ha hecho todos los exámenes y los tratamientos médicos posibles. Las excepciones son rarísimas. Por eso el exorcista no tiene dificultad para obtener el parecer del médico, los tratamientos hechos, los resultados obtenidos.
El otro punto atacado con frecuencia es la boca del estómago, exactamente debajo del esternón. También allí pueden sentirse dolores punzantes y rebeldes a los tratamientos. Una característica típica de causas maléficas se da cuando el mal suele trasladarse a todo el estómago, a los intestinos, a los riñones, a los ovarios… sin que los médicos comprendan sus causas y sin que se logre mejoría con los remedios.
Hemos afirmado que uno de los criterios para reconocer la posesión diabólica es que las medicinas resultan ineficaces, no así las bendiciones. Exorcicé a Marcos, afectado por una fuerte posesión. Había estado largo tiempo hospitalizado y atormentado con tratamientos psiquiátricos, en especial electrochoques, sin que tuviera la más mínima reacción. Cuando le ordenaron el tratamiento del sueño, le suministraron para una semana somníferos que habrían dormido a un elefante; él no durmió nunca, ni de día ni de noche. Caminaba por la clínica con los ojos inyectados, como un idiota. Finalmente se presentó al exorcista y de inmediato comenzaron los resultados positivos.
También la fuerza extraordinaria puede ser un signo de posesión diabólica. Un loco en el manicomio puede ser dominado con la camisa de fuerza. Un endemoniado no; rompe todo, inclusive cadenas de hierro, como cuenta el Evangelio del endemoniado de Gerasa. El P. Cándido me contó el caso de una muchacha flaca y aparentemente débil; durante los exorcismos era dominada a duras penas por cuatro hombres. Rompió todas las ataduras, incluso las fuertes correas de cuero con que intentaron atarla. Una vez, después de haber sido atada con gruesos lazos a una litera de hierro, destrozó en parte los hierros y en parte los dobló en ángulo recto.
Muchas veces, el paciente (o también los demás, si es afectada una familia) siente rumores extraños, pasos en el corredor, puertas que se abren y se cierran, objetos que desaparecen y después aparecen en los lugares más inesperados, golpes en las paredes o en los muebles. Siempre pregunto tratando de averiguar las causas, desde cuándo comenzaron los trastornos, si pueden relacionarse con un hecho concreto, si el interesado ha frecuentado sesiones espiritistas, si ha ido a ver cartomantes o magos y, en caso positivo, cómo sucedieron las cosas.
Es posible que, por sugerencia de algún conocedor, hayan sido abiertas las almohadas o el colchón del interesado, y se hayan encontrado los objetos más extraños: hilos coloreados, mechones de cabellos, trenzas, astillas de madera o de hierro, coronas o cintas atadas en forma estrechísima, muñecos, figuras de animales, grumos de sangre, piedras…; son frutos seguros de hechicerías.
Si los resultados del interrogatorio son tales que hagan sospechar la intervención de una causa maléfica, se procede al exorcismo.
Presento algunos casos; naturalmente en todos los episodios que reporto modifico los nombres y algún otro elemento que pudiera facilitar el reconocimiento de las personas. Vino a verme la señora Marta, para algunas bendiciones, acompañada de su esposo. Venían de lejos y con no poco sacrificio. Desde muchos años atrás Marta estaba en manos de neurólogos sin ningún éxito. Después de algunas preguntas, vi que podía proceder al exorcismo, aunque ya había sido exorcizada por otros pero sin fruto. Al comienzo cayó en tierra y parecía privada del conocimiento. Mientras yo hacía las oraciones introductorias, cada momento se lamentaba: “¡Quiero un verdadero exorcismo, no estas cosas!”. Al comienzo del primer exorcismo, que comienza con las palabras “Exorcizo te”, se calmó satisfecha; estas palabras indudablemente le habían quedado grabadas de los exorcismos precedentes. Luego comenzó a lamentarse de que yo le estaba haciendo daño a los ojos. Actitudes todas que no se dan en los posesos. Cuando volvió las siguientes veces, no sabía decirme si mi exorcismo le había producido algún efecto o no. Para mayor seguridad, antes de licenciarla definitivamente, la acompañé una vez a visitar al P. Cándido: después de haberle puesto la mano en la cabeza, me dijo de inmediato que allí no entraba el demonio. Era un caso para psiquiatras, no para exorcistas.
Pierluigi, de 14 años, parecía demasiado grande y fornido para su edad. No podía estudiar, era la desesperación de sus maestros y compañeros, con ninguno de los cuales lograba estar de acuerdo; pero no era violento. Tenía una peculiaridad: cuando se sentaba en tierra con las piernas cruzadas (el decía que estaba “haciendo el indio”), ninguna fuerza lograba levantarlo, como si se hubiera vuelto de plomo. Después de varios tratamientos médicos sin resultados, fue llevado al P. Cándido, el cual comenzó a exorcizarlo y encontró una verdadera posesión. Otra peculiaridad suya: no era peleador, pero con él la gente se ponía nerviosa, gritaba, no dominaba sus propios nervios. Un día se había sentado con las piernas cruzadas en el descanso de las escaleras en el tercer piso. Los demás inquilinos subían y bajaban por las escaleras, le decían que se quitara de allí, pero él no se movía. En un determinado momento todos los inquilinos del edificio se encontraban en las gradas en los diversos pasillos, y gritaban y vociferaban contra Pierluigi. Alguien llamó a la policía; los padres del muchacho llamaron al P. Cándido, quien llegó casi al mismo tiempo que la policía y se había puesto a charlar con el muchacho para convencerlo de que entrara en casa. Pero los policías (tres jóvenes fuertes) le dijeron: “Aléjese, reverendo; éstas son cosas para nosotros”. Cuando intentaron mover a Pierluigi, no lo pudieron mover un milímetro. Confusos y bañados en sudor, no sabían qué hacer. Entonces el P. Cándido les dijo: “Hagan entrar a cada uno en su apartamento”; y al instante hubo completo silencio. Luego añadió: “Ustedes bajen un tramo de las escaleras y estén atentos”. Le obedecieron. Finalmente dijo a Pierluigi: “Tú eres bien hábil: sin decir una sola palabra has tenido en vilo a todos. Ahora, entra conmigo a casa”. Lo tomó de la mano y él se levantó y lo siguió muy contento a donde lo esperaban sus padres. Con los exorcismos Pierluigi tuvo una buena mejoría, pero no la total liberación.
Uno de los casos más difíciles que recuerdo es el de un hombre, por un tiempo muy conocido, que por muchos años fue bendecido por el P. Cándido. También yo fui a bendecirlo a su casa, de donde no podía moverse. Le hice el exorcismo; no dijo nada (tenía un demonio mudo) y no noté la más mínima reacción. Cuando me fui, tuvo una violenta reacción. Siempre sucedía así. Era anciano y fue totalmente liberado apenas a tiempo para terminar serenamente sus últimas semanas de vida.
Una madre estaba angustiada por las extrañezas que notaba en su hijito: en ciertos momentos resultaba con rabietas de loco, blasfemaba y luego, cuando se calmaba, no recordaba nada de este comportamiento suyo. No oraba y nunca habría aceptado recibir la bendición de un sacerdote. Un día, mientras estaba en el trabajo, y ya que como de costumbre había salido vestido con su overol de mecánico, la madre bendijo su ropa con la oración apropiada del Ritual. Al regresar del trabajo, el hijo se quitó el overol de mecánico y se puso su ropa sin sospechar nada. A los pocos segundos se quitó furioso la ropa casi rompiéndola y se puso nuevamente la ropa de trabajo sin decir nada; no fue posible que volviera a utilizar la ropa bendecida, que desde entonces distinguió muy bien de la demás de su guardarropa que no había sido bendecida. Este hecho demostraba de sobra la necesidad de exorcizar a aquel jovencito.
Dos jóvenes hermanos recurrieron a mis bendiciones, angustiados por los malestares de salud y por extraños ruidos en casa, que los molestaban sobre todo a determinadas horas de la noche. Al bendecirlos noté leves negatividades y les di los consejos oportunos acerca de la frecuencia de los sacramentos, la oración intensa, el uso de los tres sacramentales (agua, aceite, sal exorcizados), y los invité a regresar. Del interrogatorio resultó que estos inconvenientes habían comenzado desde cuando sus padres habían decidido tomar a su cargo al abuelo, que había quedado solo. Era un hombre que blasfemaba continuamente, imprecaba y maldecía a todo y a todos. El llorado P. Tomaselli decía que quizás basta un blasfemador en casa para arruinar a toda una familia con presencias diabólicas. Este caso era una prueba de ello.
Un mismo demonio puede estar presente en varias personas. La niña se llamaba Pina; el demonio había anunciado que a la noche siguiente se iría. El P. Cándido, aunque sabía que en estos casos casi siempre mienten los demonios, se hizo ayudar por otros exorcistas y solicitó la presencia de un médico. A veces, para tener bien sujeta a la endemoniada, la recostaban en un largo tablón; ella se retorcía y cada rato se caía al suelo; pero en el último momento de la caída, se levantaba como si una mano la sostuviera; por esto nunca se hizo daño. Después de haber trabajado en vano toda la tarde y media noche, los exorcistas decidieron desistir. A la mañana siguiente, el P. Cándido estaba exorcizando a un muchachito de unos seis o siete años. Y el diablo que estaba dentro de aquel niño comenzó a canturrear al padre: “Esta noche ustedes trabajaron mucho, pero no pudieron nada. Nos hemos burlado. ¡Yo también estaba allí!”.
Al exorcizar a una niña, el P. Cándido le preguntó al demonio cómo se llamaba. “Zabulón”, respondió. Terminado el exorcismo mandó a la niña a orar delante del sagrario. Le llegó el turno a otra niña también poseída, y también a este demonio le preguntó el nombre el P. Cándido. “Zabulón”, fue la respuesta. “¿Eres el mismo que estaba en la otra? Quiero una señal. Te mando en nombre de Dios, que vuelvas a la que vino primero”. La niña emitió una especie de alarido y luego, de golpe, susurró y quedó en calma. Entretanto los circunstantes oyeron que la otra niña, la que estaba orando, continuaba el mismo alarido. Entonces el P. Cándido le ordenó: “Vuelve acá de nuevo”. De inmediato la niña presente prosiguió su alarido mientras la anterior continuaba en oración. En episodios como éste la posesión es evidente.
Como es evidente en ciertas respuestas acertadas, en especial de niños. A un niño de 11 años el P. Cándido quiso hacerle preguntas difíciles cuando se reveló en él la presencia del demonio. Lo interrogó: “Sobre la tierra hay grandes sabios, altísimas inteligencias que niegan la existencia de Dios y la existencia de ustedes. ¿Tú qué dices de esto?”. El niño repuso de inmediato: “¡Vaya inteligencias altísimas! ¡Son altísimas ignorancias!”. Y el P. Cándido continuó, con la intención de referirse a los demonios: “Hay otros que niegan a Dios conscientemente con su voluntad. Para ti ¿qué son?”. El pequeño obseso se paró con furor: “¡Cuidado! Recuerda que nosotros quisimos reivindicar nuestra libertad frente a El. Le dijimos no, para siempre”. El exorcista le replicó: “Explícamelo y dime qué sentido tiene reivindicar la propia libertad frente a Dios cuando separado de El tú no eres nada, como yo. Es como si en el número 10 el cero quisiera emanciparse del uno. ¿Qué llegarías a ser? ¿Qué habrás realizado? Yo te mando en nombre de Dios: dime, ¿qué has realizado de positivo? Vamos, habla”. Aquel, lleno de rabia y terror, se contorsionaba, echaba espumarajos, lloraba en un modo terrible, inconcebible en un niño de 11 años y decía: “¡No me hagas este proceso! ¡No me hagas este proceso!”.
Muchos se preguntan si es posible llegar a tener la seguridad de hablar con el demonio. En casos como éste, no queda duda. Otro episodio.
Un día el P. Cándido exorcizaba a una muchacha de 17 años, campesina, acostumbrada a hablar en su dialecto, por lo cual sabía mal el italiano. Estaban presentes otros dos sacerdotes que, cuando emergió la presencia de Satanás, no dejaban de hacerle preguntas. El P. Cándido, mientras seguía recitando las fórmulas en latín, le mezcló las palabras en griego: “¡Calla, basta!”. Súbitamente la muchacha se volvió hacia él: “¿Por qué me mandas callar? ¡Díselo más bien a estos dos que siguen preguntándome!”.
El P. Cándido le ha preguntado muchas veces al demonio en personas de cualquier edad; pero prefiere hacerles la pregunta a los niños, porque es más evidente que dan respuestas que no están al alcance de su edad; en esos casos es más cierta la presencia del demonio. Un día preguntó a una niña de 13 años: “Dos enemigos que durante la vida se han odiado a muerte y terminan ambos en el infierno, ¿qué relación tienen entre ellos habiendo de estar los dos juntos por toda la eternidad?”. Esta fue la respuesta: “¡Qué tonto eres! Allí cada uno vive replegado en sí mismo y desgarrado por sus remordimientos. No existe ninguna relación con nadie; cada cual se encuentra en la soledad más absoluta, llorando desesperadamente el mal que ha hecho. Es como un cementerio”.