Sanadoras, amuletos y talismanes

Una vez que un determinado pueblo reconoce la existencia de la enfermedad, por las causas más o menos esotéricas que se supongan, aparece de inmediato la figura del encargado de luchar contra ella, el sanador o sanadora, que bajo los atributos de chamán, sacerdote o hechicero, será la persona destinada a aplacar la ira divina causante de los males; de hecho, la Antropología no ha encontrado cultura alguna que no posea esta figura, aunque sus grados de poder o su posición jerárquica en la sociedad sea muy diferente en unos grupos y en otros.

La elección de la figura del sanador obedece a distintos criterios según la cultura de la que se trate: en ciertos contextos se considera una virtud hereditaria, en otros se trata de un aprendizaje específico —es nuestro caso— y por último hay algunas sociedades para las que la tenencia de algo infrecuente, tanto de carácter psíquico como físico —cojera, más o menos de cinco dedos en cada extremidad, epilepsia, etc.— significa que el individuo en cuestión ha sido elegido por la deidad para curar las enfermedades.

El uso de talismanes y amuletos ha sido desde tiempos remotos el procedimiento más frecuente para la medicina preventiva. Los talismanes, por su parte, son objetos de materia animal, vegetal o mineral, de la más variada morfología, a los que se les suponen propiedades ofensivas, es decir, virtudes portentosas y misteriosas capaces de vencer al mal; en cuanto los amuletos, semejantes en materias y formas, tienen poderes defensivos, siendo competentes para repeler las fuerzas contrarias de la naturaleza. En muchas ocasiones los amuletos reproducen la parte del cuerpo humano —el ojo, la boca, el falo— cuya salud se desea restablecer, en la suposición de que lo representado de manera simbólica puede trasferirse mágicamente a la realidad.

Y ya que la pérdida de una parte del alma aparece como una de las causas principales de las enfermedades, las sanadoras y sanadores acostumbran ocultar o enterrar pelos, uñas, dientes o excrementos —que el alma puede esconderse en cualquier rincón por pequeño que sea— para impedir que caiga en poder de esos enemigos malignos que causan las dolencias.

Por María Ángeles Querol

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