Entre los siglos xiv y xvii la hechicería proliferó en Europa. La historia recoge una enorme cantidad de acusaciones, juicios y detenciones de brujas y de hechiceras, entre las que, excepcionalmente, también había hombres.
Las hechiceras se caracterizaban porque sufrían metamorfosis y hacían posible que otras personas las padeciesen, porque realizaban maleficios, conjuros y adivinaciones, y porque podían conseguir curaciones de enfermedades, convirtiéndose así en una alternativa a la medicina del momento; por supuesto, estos poderes se explicaban por la existencia de pactos con el demonio, pactos que realizaban en las famosas reuniones nocturnas llamadas aquelarres.
Cualquiera de las actividades descritas tienen en común la pretensión de alterar el curso natural de la vida por medios extraños: pócimas, ungüentos, oraciones, imprecaciones, sahumerios, etc., colocados como intermediarios entre el paciente o víctima y la hechicera.
Los actos brujeriles más relacionados con la medicina son los maleficios, realizados con objetos, animales o elementos que representan a la persona a la que se le quiere hacer mal. También a veces el maleficio era mucho más directo, dando de comer o beber a la víctima alimentos dañinos.
La sociedad europea del momento, aunque cristiana, se pertrechaba de una buena cantidad de talismanes o amuletos especialmente realizados para luchar contra los maleficios. Curiosamente, las brujas y hechiceras tenían fama de curiosas —la curiosidad, lo mismo que la maledicencia, fue siempre atributo de la mujer, bruja o no—, de modo que cualquier objeto especialmente complicado podía entretenerla. Así, se decía que los pelos de la piel del tejón les resultaban tan atractivos que podían pasarse todo un día contándolos, perdiendo de este modo el tiempo para hacer sus maleficios y abandonando su empresa.
Aunque se suponía que las hechiceras no debían tener hijos, porque lo eran del diablo, la tradición brujeril pasa oralmente de madres a hijas, aunque también algunos libros, como el de San Cipriano en Galicia, recogieron sus saberes.
Por María Ángeles Querol