Magdalena de la Cruz, la monja endemoniada

Magdalena de la Cruz fue una monja franciscana nacida en Aguilar de la Frontera (España) en 1487, que durante muchos años fue honrada como santa en vida, debido a sus abundantes visiones místicas y milagros.

A los cinco años, tuvo su primer encuentro con lo inexplicable cuando en su habitación apareció la figura de un ángel rodeado de luz. Pocos días después, fue Cristo crucificado el que le exigió devoción y santidad, pidiéndole, entre otras cosas, que se crucificase como él, cosa que hizo. El propio Jesús le sanó las heridas de manos y pies.

Ella misma afirmó que cumplió tan terrible mandato para sentir las heridas de la Pasión y que el propio Cristo la liberó, aunque con tan poca eficacia que no pudo evitar una caída que le rompió dos costillas que él mismo curó.

Dos años más tarde, Magdalena de la Cruz comenzó a frecuentar una cueva, próxima a su localidad, en la que solía meditar y orar, protagonizando presuntamente varias teletransportaciones, ya que pasaba la noche en la cueva y amanecía en su cama sin saber nunca «quién» la había trasladado.

En 1499, con 12 años, se le apareció por primera vez un ser que afirmaba ser un «familiar» y que desde ese momento no se separó de ella. La hacía caer en estados de arrobamiento y, a veces le vaticinaba sucesos con gran acierto, como el encarcelamiento del rey de Francia y su posterior matrimonio con la reina doña Leonor. Con 13 años ingresó como novicia en el convento de Santa Isabel de los Ángeles de Córdoba.

Los supuestos hechos milagrosos atribuidos a sor Magdalena de la Cruz enseguida traspasaron las tapias conventuales. Lo más llamativo eran los prodigios que se le atribuían, algunos de los cuales se describen en la obra anónima “Casos notables de la ciudad de Córdoba (1618)”. Por ejemplo, como «una hostia consagrada que volaba de las manos del sacerdote para depositarse en la lengua de la religiosa».

Pero el pasaje más comentado de la época tuvo lugar el día de la Asunción de Nuestra Señora, cuando se sintió embarazada. Presuntamente, una criatura empezó a crecer a gran velocidad en su vientre y a los pocos días se produjo el parto. El supuesto milagro fue considerado por todos un signo de santidad. Nada más nacer el bebé, lo envolvió en un paño y lo abrazó. Y, misteriosamente, el niño desapareció, dejando en la celda unos cabellos rubios como prueba de su existencia. Examinada por unas monjas matronas dijeron que habían aparecido signos de la maternidad en sus pechos y que no había perdido la virginidad prometida a Jesucristo en su niñez.

En cierta ocasión en que la monja se encontraba rezando con sus compañeras, el «familiar» le trajo de manera invisible una hostia consagrada y se la introdujo en la boca, algo que todos consideraron otro prodigio de santidad.

En el año 1500 la fama de santa de Magdalena de la Cruz, que incluía la de sanadora, cruzó fronteras y fue conocida en toda Europa. La nobleza y el propio emperador Carlos V la tenían en gran estima y nadie dudaba de su futura canonización debido a sus milagros.

En 1533 fue elegida abadesa de su convento, desempeñando durante nueve años el cargo de priora. La distribución arbitraria de las limosnas y regalos que ella y el convento recibían y sus extravagancias, suscitaron pareceres encontrados y la enemistad de algunas religiosas. Algunas no le perdonaban que hubiera asumido el cargo de abadesa pese a su humilde origen». Finalmente la jerarquía eclesiástica no estuvo dispuesta a permitir que sor Magdalena se considerase capaz de recibir la confesión de sus hermanas, algo que, «solo estaba reservado a los sacerdotes y que les daba un innegable poder».

Tras caer gravemente enferma en 1543, confesó una larga carrera de engaños e hipocresía, atribuyendo la mayor parte de las maravillas que se le atribuían a la acción de los demonios, por los que se consideraba poseída.

En 1544 fue encarcelada por herejía. Una noche en la que las monjas estaban en los maitines la vieron en el coro, hincada de rodillas y orando. Con gran temor, las religiosas fueron a la cárcel y quedaron asombradas al observar a la abadesa encerrada en la celda. Según los carceleros, no había salido de allí. Los nuevos acontecimientos comenzaron a mostrar trazas de herejía.

Enferma y por presiones, confesó haber simulado experiencias místicas para conseguir y mantener fama de santa y, además, se autoinculpó de pactar con el demonio. Estuvo cerca de dos años en la cárcel a la espera de su juicio, que tuvo lugar el 3 de mayo de 1546.

Sor Magdalena de la Cruz acabó siendo juzgada ante el tribunal de la inquisición por mantener, supuestamente, tratos con el demonio pero se salvó de la hoguera por su confesión.

«El demonio se apoderó de mí, cuando sólo tenía cinco años; y al cumplir los 12, hice un pacto con su Satánica Majestad…» El inquisidor general y demás jerarcas del Santo Oficio, escucharon perplejos aquel alud de horrores, que la venerada prioresa del Monasterio de las Clarisas de Santa Isabel, en Córdoba, España, profería.

Por voluntad propia, admitía ser «impenitente esclava del Príncipe de las Tinieblas«. Sumisa a los caprichos de Balbán y su lugarteniente Patonio, se dejaba transportar por esos dos demonios a un lugar recóndito al que llamaban Astralial. Allí, y bajo el nombre de Sibylla, Sor Magdalena de la Cruz compartía indescriptibles abominaciones con la Corte Satánica.

Como castigo fue obligada a salir por las calles de Córdoba en pública procesión sin velo, con un cirio encendido en sus manos, una mordaza en la boca y una soga al cuello. Después la recluyeron en un convento de Úbeda, donde todos los días debía postrarse a la entrada del refectorio para ser pisoteada por la comunidad religiosa. Y así permaneció hasta su fallecimiento en 1560.

Su anterior fama de santidad y sus buenas relaciones la salvaron de una muerte segura. El padre confesor de la abadesa le recomendó escribiera su biografía. No se conserva ningún ejemplar de esa Relación de su vida y de las gracias espirituales porque fueron quemados durante el proceso inquisitorial contra ella, condenándola por hereje. Los jueces del Santo Oficio sentenciaron que permaneciese encerrada el resto de su vida en un monasterio de su orden, penándola con la inhabilitación para el ejercicio de cargo y la degradación jerárquica, algunas disciplinas y ayunos cada semana. Murió en el convento de Andújar (Jaén) en 1560.

Durante las primeras décadas del siglo XVI, la fama de santidad de Magdalena de la Cruz llegó a ser tan grande en España que los nobles pugnaban por conseguir reliquias de la monja. El propio emperador Carlos V llegó a enviar un emisario con las mantillas de su hijo el futuro Felipe II en 1527 para que fuesen bendecidas por la cordobesa Magdalena.

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