
El Libro de San Cipriano es un grimorio conocido en el mundo de habla hispana y portuguesa. También es conocido como Gran Libro de San Cipriano, Libro Magno de San Cipriano o simplemente Ciprianillo. La edición más difundida lleva por subtítulo El tesoro del hechicero. A lo largo de la historia ha habido múltiples versiones del libro, como el Millonario de San Ciprián o Los secreto del Infierno.
De acuerdo con la versión legendaria, en el año 1001 un monje alemán llamado Jonás Sufurino tuvo contacto con los espíritus superiores de la corte infernal, quienes le dieron el libro en las cercanías del monasterio del monte Brocken, que en la antigüedad sirvió como lugar de reunión para los aquelarres de la brujas. El libro estaba escrito en pergamino virgen con caracteres hebreos. Una de las primeras referencias conocidas es la de Heinrich Cornelius Agrippa, que cita en sus obras libros de nigromancia atribuidos a San Cipriano.

Este es el texto completo que aparece en la presentación del libro, en el cual el monje relata cómo obtuvo dicho libro:
«Yo, Jonás Sufurino, monje del monasterio del Brooken, declaro solemnemente, postrado de rodillas ante el firmamento estrellado, que he tenido tratos con todos los espíritus superiores de la corte infernal. Ellos me han mostrado este libro, escrito en pergamino inmaculado con hebreos caracteres.
Yo expongo al orbe entero que lo que en este libro se contiene es verdad. Yo era un incrédulo, pero la evidencia me sacó de mi error. Aficionado desde niño al estudio de las ciencias, cuando llegué a la edad de hombre no había conocimientos que yo no hubiese profundizado. Pero en el fondo de todos ellos encontraba el vacío. Mi alma entonces se agitaba, sedienta por descubrir la suprema verdad secreta. Cuando profesé de monje en el monasterio de Brooken, consecuente con mis aficiones, solicité el cargo de bibliotecario, y allí, en su vasta y antiquísima biblioteca, me aislé por completo, pasando los años en los más profundos y misteriosos estudios.

Había allí innumerables volúmenes que trataban de las artes mágicas. La simple lectura de algunos de ellos me convenció de que allí se hallaba lo que buscaba. Yo me hacía las siguientes reflexiones: no hay duda que existen los espíritus buenos y malos, y que están en relación con los hombres. No hay duda tampoco de que estos espíritus pueden aparecérsenos, puesto que al mismo Hijo de Dios se apareció el diablo momentos antes de su muerte: no hay duda que dichos espíritus están dotados de una inteligencia soberana, puesto que la misma religión les da el poder de tentarnos, de inducirnos al bien o al mal; luego, si por medio de la magia puede el hombre ponerse en relación con estos espíritus, ese hombre logrará alcanzar la suprema sabiduría.
Me hacía yo todas estas reflexiones en mi celda solitaria y entre los polvorientos libros de mi biblioteca; pero aún no me había atrevido a poner en práctica los medios que me condujeran a tal fin. Decidí, pues, ejecutar al cabo mi proyecto.

Era una noche del helado invierno. El cielo aparecía negrísimo, cubierto de enormes nubarrones que por momentos se veían desgarrados por la rojiza luz de los relámpagos. Silbaba horriblemente el viento entre los pinos de la montaña. La lluvia azotaba los vidrios góticos de las ventanas del monasterio. Yo no tenía miedo. Esperé a que fuera media noche. Cuando todos los monjes se hallaban recogidos en sus celdas, y acaso dormían, dejé yo silenciosamente el convento y emprendí la marcha hasta la más alta cima de la montaña. Cuando estuve en lo más alto, me detuve. Los relámpagos cruzaban incesantemente por mi cabeza. Yo persistía en mi propósito de invocar al rey del Averno. El huracán se estrellaba contra mi cuerpo, y retorcía furiosamente mi hábito monacal.
Pero yo firme como una de las rocas que tenia bajo mis pies, ni me amedrentaba, ni vacilaba en mi empresa. Juzgué entonces llegado el momento de llamar al diablo.
—Si es verdad que existes —grité con voz tonante—, oh, poderoso genio del Averno, preséntate a mi vista.
Y al punto, en medio de un relámpago formidable, se apareció el espíritu infernal que había yo invocado.
—¿Qué me quieres? —dijo.
—Quiero —le respondí sin inmutarme— entrar en relaciones contigo.
—Concedido —repuso—. Vuélvete a tu celda. Allí me tendrás siempre que desees. Pues sé lo que quieres, te revelaré todos los secretos de este mundo y de los otros. Te entregaré un libro que será como el catecismo de las ciencias secretas, catecismo que sólo podrán comprender los iniciados.
Y desapareció. Yo torné a mi monasterio. Volví a ver a mi grande y misterioso amigo siempre que me fue necesario. Él, en fin, me ha revelado el libro que dejo a la posteridad, como la llave de oro que abre y decifra los supremos arcanos de la vida y de la naturaleza, completamente ignorados para los seres incrédulos o vulgares.
Vale.
Monasterio del Brooken.
Año de Gracia, 1001.
JONAS SUFURINO».