Algunos humanos, más primitivos que otros, deciden actuar y comportarse a su exclusiva conveniencia, de manera profundamente egoísta, implacable e insensible, sin importarles a quién perjudiquen; es más, si pueden hacerlo, por tener más riquezas o mejor posición social, explotarán y esclavizarán a sus semejantes.
Quizás tengan mucho dinero, o mucho prestigio… pero si acaso llegan a mirar en el fondo de sí mismos, descubren que pocos son realmente felices.
Y son incluso capaces de renunciar a la inmensa felicidad espiritual que les otorgaría comportarse de manera más generosa, con tal de seguir manteniendo esa efímera cuota de riqueza material, que de nada les servirá cuando estén dos metros bajo tierra o dentro del más lujoso de los cajones.
Otros humanos, algo más evolucionados, están aprendiendo que vivir abusando y agrediendo a sus semejantes no les genera beneficio alguno; al contrario, a la larga se incrementan sus sufrimientos. La dureza de corazón, la agresividad, llegan a generar molestias físicas, dolores e incluso enfermedades graves.
Y cuando los seres más primitivos van descubriendo que su agresividad o su comportamiento sólo generan eso: dolor, sufrimiento, enfermedades, es entonces cuando cansados de vivir así, por decisión propia e incluso a veces por intercesión divina, comienzan a cambiar para tratar de vivir en armonía con los demás.
El sufrimiento en ocasiones es el mejor de los aprendizajes. Pero no es el único camino. Observa a los ancianos, la mayoría de ellos han necesitado años enteros, incluso muchos necesitan su vida entera, para tratar de entender cómo vivir. ®TLI – J.R.