Había una vez un árbol en el bosque que se sentía muy triste y solitario porque su tronco estaba hueco y su cabeza se perdía en la bruma.
A veces la bruma parecía tan espesa que su cabeza se sentía dividida del tronco.
A los demás árboles les parecía bastante fuerte, pero algo distante, pues el viento nunca dirigía sus ramas hacia ellos.
Tenía la impresión que, de doblarse, se rompería; y sin embargo, estaba muy cansado de permanecer erecto.
Así, fue un alivio que una poderosa tormenta lo tirara al suelo. El árbol quedó partido. Sus ramas se desparramaron, sus raíces quedaron arrancadas y su corteza calcinada y ennegrecida.
Se sintió aturdido, y aunque su cabeza se había librado de la bruma, notó que la savia se secaba cuando el hueco del tronco se abrió al cielo y reveló su muerte.
Los demás árboles miraron hacia abajo y suspiraron, sin saber si apartar sus ramas amablemente o tratar de cubrir su vacío y negrura con su verde y su marrón.
El árbol gemía por su propia vida y temía que los otros le asfixiaran. Sintió que quería yacer desnudo y abierto al viento, y a la lluvia, y al sol, y que en algún momento volvería a crecer, pletórico y marrón, desde el suelo.
Sucedió que con la humedad de la lluvia echó nuevas raíces, y con el calor del sol forjó nueva madera.
Con el viento sus ramas se inclinaron hacia los otros árboles. Y al murmullo de sus hojas en la penumbra y en la luz, el árbol se sintió amado y rió, lleno de vida.
(«El árbol hueco», relato escrito por Mary Barnes, interna en el Hospital Kingsley Hall para enfermos mentales, en Londres).