El Evangelio esenio de la Paz (Apéndice)

APÉNDICE *

A mediados del siglo IV San Jerónimo comenzó a encontrar trozos de algunos manuscritos antiguos en poder de unos anacoretas que vivían en cabañas, en un valle escondido del desierto de Calkis. A medida que aprendía hebreo y arameo empezó a entender el significado de los pergaminos fragmentados, y poco a poco comenzó a reunir más. Durante los años siguientes los fue traduciendo al latín. Las enseñanzas que esos rollos contenían le afectaron profundamente. Quedó marcado para el resto de su vida porque entre ellos –que tanto le costó traducir, para lo cual tuvo que aprender dos difíciles lenguas y sacrificar toda una vida de intensa dedicación a la «vía del desierto»– estaba el Evangelio Esenio de la Paz,

Tras su muerte sus manuscritos se dispersaron, así como sus traducciones hebreas y arameas, pero muchos alcanzaron el refugio de los Archivos Vaticanos. Al siglo siguiente, en su búsqueda de la verdad, el joven San Benito tropezó en algún lugar con las traducciones de San Jerónimo, igual que muchos años antes el mismo Jerónimo tropezó con los rollos originales en su propia búsqueda de la verdad, Las enseñanzas esenias tuvieron un profundo efecto sobre el joven eremita, atormentado como estaba por el amenazador desorden mundial de la Edad Media. Inspirado por la visión de la Hermandad Esenia, Benito concibió la santa Regla, esa obra maestra de orden y simplicidad que dio lugar a un sistema monástico que a la larga salvó a la cultura occidental de la extinción durante las Edades Oscuras. Cuando Benito fundó el más famoso de sus monasterios en Monte Cassino, ciertos antiguos rollos encontraron un lugar seguro detrás de esas tranquilas paredes. Y allí durmieron en los estantes del Scriptorium, donde los monjes pacientemente copiaban pergamino tras pergamino, siglo tras siglo. Esperaron también pacientemente bajo capas de polvo en los Archivos Secretos del Vaticano. Habían sido escritos centenares de años antes por los mismos esenios, la misteriosa fuente. Fueron resucitados y traducidos en el siglo IV por San Jerónimo, la corriente. Inspiraron la fundación de una Orden que salvaría a la cultura occidental de la extinción, por San Benito, el río. Y ahora estaban a punto de ser redescubiertos por mí.

Todo comenzó con un trabajo que escribí sobre San Francisco, y leí como despedida en mi último curso de enseñanza media. Se titulaba «Deja que San Francisco cante en tu corazón», y ponía en palabras mi amor y devoción por el amable »santo pagano» que siempre había sido mi favorito. Estaba acabando mis años de estudios secundarios en un monasterio Piarista antes de salir para una universidad Unitaria. Mi madre –francesa católica– y mi padre –transilvano unitario– habían llegado a una solución pacífica en cuanto a mi educación. Mi trabajo impresionó mucho a nuestro querido director, monseñor Mondik, y en cuanto me licencié me llamó a su despacho para darme unas noticias asombrosas. Yo había dicho en el trabajo que mi mayor deseo era aprender todo lo que pudiera sobre San Francisco, y ahora él me contaba que yo había sido elegido para estudiar durante algunos meses en los Archivos Secretos y llevar a cabo precisamente eso. Mons. Mondik me dio una carta de presentación pasa su amigo de la infancia Mons. Mercati, que ahora era jefe de los Archivos. La única condición era que debería vivir en la pobreza, en la castidad y en la obediencia –justo como un monje franciscano– durante el tiempo de permanencia en Roma, lo que significaba vivir y vestir del modo más simple posible, y comer sólo pan moreno, queso, fruta y hortalizas. Por otro lado, Mons. Mondik me dijo que tendría un banquete espiritual cada día al disponer de los inagotables tesoros de las edades que se encontraban en los Archivos y en la Biblioteca del Vaticano. Desde la perspectiva actual, transcurridos muchos años, todo lo ocurrido fue que viví como un esenio para estudiar al que era la personificación misma del espíritu esenio: San Francisco. Y aunque entonces no lo sabía, pronto conocería de los esenios más que nadie en casi quinientos años (1).

Mons. Mercati, una de las personalidades más inolvidables que jamás he conocido, un amable y bondadoso sabio de ojos ardientes y una memoria sobrehumana que –se decía– abarcaba los cuarenta kilómetros de largos estantes de los Archivos. Me dijo que había leído mi trabajo, y me preguntó por qué quería yo estudiar en los Archivos. Le conté mi deseo de conocer la fuente del conocimiento de San Francisco, estudiar todo lo que había conocido el santo más original y único. La respuesta que me dio fue misteriosa y fascinante. Me dijo que San Francisco era el océano y yo debía encontrar el río que lo nutria, igual que él lo hizo. Entonces debería buscar la corriente. Y luego, si estaba afirmado en el Camino, encontraría la fuente.

Yo estaba tremendamente animado, no sólo por el reto de sus palabras, sino también por su amabilidad hacia mí, por la señorial compasión que brillaba en sus ojos y me envolvía como en un abrazo. Decidí encontrar la fuente que decía, aunque me llevara el resto de la vida. Y cuando observé bien por primera vez los Archivos Secretos del Vaticano, comencé a pensar que eso me ocuparía, o tal vez más. Había salas y corredores sin fin, docenas de subdivisiones, una habitación con más de 600 índices escritos a mano, y más de 40 kilómetros de estanterías de rollos, pergaminos, manuscritos y códices. En una esquina, había una habitación empolvada con más de 10.000 envoltorios de documentos ¡sin examinar! Pero no estaba solo en mi perplejidad. Había allí estudiantes de todo el mundo, y compartimos una fraternal atmósfera de camaradería y unión. No siempre entendíamos las lenguas de los demás, pero teníamos en común una intensa dedicación a nuestros estudios, y una inquebrantable devoción a Mons. Mercati, a quien todos queríamos.

Quizá por mi fluidez en latín y griego, quizá por mi paciente lucha con los índices polvorientos, un día Mons. Mercati me premió con otra de sus misteriosas manifestaciones: «Recuerda hijo mío que el océano latino está alimentado por el río griego, que está alimentado por la corriente aramea, que se origina en la  fuente hebrea«. Y me asignó un monje francés para que me ayudara en arameo y en hebreo, lenguas que no dominaba como el latín y el griego. Sus palabras iluminaron algo en mi mente, como un movimiento del ajedrez que repentinamente revela todo el juego, y poco después supe que estaba en el camino correcto.

Fue entonces cuando decidí descender por una misteriosa escalera circular que conducía a la parte más antigua de los Archivos, donde se guardaban los documentos más preciosos y antiguos. También me había fijado en una puerta siempre cerrada próxima al final del corredor inferior que conducía al despacho de Mons. Mercati, de la que sólo él tenía la llave. Pero por el momento me concentré en la mencionada parte más antigua de los Archivos, bregando corno nunca antes con cuatro lenguas arcaicas, moviéndome tanto con la intuición como con un trabajo de detective perseverante.

Cuando finalmente tuve mi primera clave real sentí una profunda satisfacción y un insaciable deseo de saber más. Fui inmediatamente a Mons. Mercati y le pedí permiso para visitar los archivos del monasterio benedictino de Monte Casino. Me lo concedió con un guiño de ojos. Su carta de recomendación para el Abad estaba fechada del día anterior. Se divirtió con mi asombro. «Ve con Dios, hijo mío. Creo que has encontrado el río

Había encontrado el río, aunque mi primera visita a Monte Cassino no reveló la corriente. Pero después de pasar una semana en el monasterio observando el paseo de los monjes por los bosquecillos y trabajando en su huerto, comiendo su pan y los frutos todos juntos en sus comidas comunitarias, meditando en sus pequeñas celdas, cantando unidos sus bellos cánticos mañana y tarde, supe lo que tenía que encontrar en los Archivos Vaticanos, y supe dónde buscarlo.

Volví a Mons. Mercati. Reuní todo mi valor y le pedí la llave de su habitación cerrada. Hubo una larga pausa mientras sus ojos buscaron los míos, y entonces me la dio solemnemente, deseándome suerte y diciéndome que me asegurase de devolvérsela.

Entré en la habitación secreta como un antiguo iniciado debía haber entrado en la cámara secreta de la Gran Pirámide, y me abrí camino solo a través de los polvorientos manuscritos empleando todo el conocimiento –que me había costado tanto conseguir– para encontrar el camino. No transcurrió mucho tiempo hasta que encontré lo que buscaba.

Pocos días después devolví la llave a Mons. Mercati y le pedí permiso para volver a Monte Cassino. Miró mi rostro y sonrió: «Me alegro de que hayas encontrado la corriente, hijo mío. Ahora espero que encuentres la fuente«. Y de nuevo me entregó una carta fechada del día anterior, esta vez pidiendo al Abad que me dejara usar las grandes vitrinas del Scriptorium.

Ahondé en los archivos de Monte Cassino como pez en el agua. El río de San Benito me llevó; me impulsó la corriente de San Jerónimo, que había descubierto en el precioso almacén de la habitación cerrada, y escudriñé versiones inéditas de Josefo, Filón y Plinio, junto a muchos otros clásicos latinos. De nuevo vi los hermosos manuscritos de San Jerónimo. Muchos de estos inapreciables trabajos se habían considerado perdidos desde hacía mucho tiempo, y yo leía y leía como en un cuento de tesoros de increíble riqueza. Averigüé que otras copias de sus trabajos existían aún entre otros monasterios benedictinos, como en la biblioteca de San Salvatore, donde permaneció por siglos una bella copia hasta que con la destrucción de la abadía llegó a la Biblioteca Laurenziana de Florencia, donde ahora se la ha catalogado como el Evangelio Amutino.

Los manuscritos originales de San Jerónimo, que se creían perdidos en el siglo V, por fortuna sobrevivieron en el monasterio benedictino de Monte Cassino y en el Vaticano. Entre estos manuscritos estaba el texto completo del Evangelio Esenio de la Paz.

Había encontrado la fuente: fragmentos hebreos del Evangelio Esenio, la versión aramea de la cual yo había leído en los estantes de la habitación cerrada de Mons. Mercati. Supe ahora la procedencia de la luz intensa que brillaba en esa figura amada, y percibí por un instante la heroica medida de su silencio. ¿Debería también yo ahora guardar silencio?

Volví al Vaticano y fui inmediatamente al despacho de Mons. Mercati, ese estudio lleno de libros que había llegado a conocer tan bien. Cuando levantó la vista, vi algo nuevo en su expresión: mezclada con su familiar mirada de sabia compasión había una indescifrable mirada casi de conmiseración, de algo compartido que él nunca había compartido con ninguna persona.

–Has encontrado la fuente –dijo en tono bajo.

–¿Cómo lo sabe? –pregunté

–Porque, hijo mío –dijo centelleándole la mirada–, tienes esa apariencia.

Y de nuevo esa extraña expresión cruzó su rostro. Vi reflejada en ella toda la sabiduría y la compasión de las edades, mezclada con el tierno humor y la participación en un secreto indeciblemente precioso. Repentinamente, las lágrimas inundaron mis ojos.

–¿Qué haré, Padre? –pregunté.

–Deja que San Francisco cante en tu corazón –susurró.

Me arrodillé y besé su mano. Él dijo sólo una palabra, la palabra en latín más corta: «I» (ve). Y me fui y nunca más le volví a ver.

Edmond Bordeaux Szekely

Otros datos extraídos de las págs. 22, 118 y 158 del mismo libro

La Sorbona, Universidad de París, otoño de 1925, Ante sus compañeros de clase el autor lee la acostumbrada conferencia anual –que cada alumno tiene que dar– acerca de sus trabajos en los Archivos Vaticanos. La conferencia siguió los cauces habituales de publicación en multicopista para ser distribuida entre los alumnos (2), y lo mismo ocurrió con la traducción literal del arameo al francés del Evangelio Esenio de la Paz.

En 1933 aparece la traducción inglesa a partir del francés, de Purcell Weaver, la aquí presente.

En Ciudad Victoria, México, la profesora de literatura española Rita de Vargas, y el profesor de historia exilado por la reciente guerra civil española, Lacalle, realizan la primera traducción y publican El Evangelio Esenio de la Paz.

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* Fragmentos de las primeras páginas del libro Search for the Ageless, vol. 1, de E. Szekely, Academy Books, 1977.

(1) Era junio de 1923, y el autor tenía 18 años.

(2) Los recuerdos de esta conferencia han sido transcritos en el libro The Discovery of the Essene Gospel of Peace. The Essenes and the Vatican, Academy Books, 1977.

* Las obras de Edmond Bordeaux Szekely mencionadas, así como sus otras numerosas obras, pueden solicitarse a la Sociedad Biogénica Internacional (Apartado 372, Cartago, Costa Rica).

Un comentario sobre “El Evangelio esenio de la Paz (Apéndice)

  1. Me encantó este artículo.-Siempre fuí muy seguidor de la Historia Benedictina y de sus orígenes.- San Bernardo no anduvo muy lejos de los Templarios!! y por ahí va mi interés en la Orden Benedictina y más que nada su época de esplendor, y como me llama la atención los siglos a que se llamó a silencio luego de la desaparición del Temple.- Los felicito–Material muy bueno

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