(…) Nos llaman criaturas racionales y nos comportamos irracionalmente ya que ignoramos las múltiples maquinaciones del diablo. Su envidia hacia nosotros data del día en que se dio cuenta que intentábamos tomar conciencia de nuestra abyección y buscar los medios para huir las obras malas de que él es cómplice. Así rechazamos obedecer a sus malos consejos, sembrados en nosotros, y, en gran parte, nos hemos burlado de sus asechanzas. El demonio no ignora que el Creador nos ha perdonado, que El es su muerte y que ha preparado la gehena como término de su rechazo.
Quiero que sepáis, hijos, que no ceso de rogar a Dios por vosotros día y noche: que abra los ojos de vuestro corazón para que percibáis los múltiples meleficios secretos lanzados sobre nosotros cada día, en todo tiempo. Hago votos para que Dios os dé un corazón clarividente y un espíritu de discernimiento, a fin de que os presentéis ante El como una víctima pura, sin mancha.
Sí, hijos, los demonios no dejan de manifestar su envidia hacia nosotros: designios malos, persecuciones solapadas, sutilezas malévolas, acciones depravadas; nos sugieren pensamientos de blasfemia; siembran infidelidades cotidianas en nuestros corazones; compartimos la ceguera de su propio corazón, sus ansiedades; hay además los desánimos cotidianos del nuestro, irritabilidad por todo, maldiciéndonos unos a otros, justificando nuestras propias acciones y condenando las de los demás. Son ellos quienes siembran estos pensamientos en nuestro corazón. Ellos quienes, cuando estamos solos nos inclinan a juzgar al prójimo, incluso si está lejos. Ellos quienes introducen en nuestro corazón el desprecio, hijo del orgullo. Ellos quienes nos comunican esa dureza de corazón, ese desprecio mutuo, ese desabrimiento recíproco, la frialdad en la palabra, las quejas perpetuas, la constante inclinación a acusar a los demás y nunca a sí mismo. Decimos: es el prójimo la causa de nuestras penas; y, bajo apariencias sencillas, lo denigramos cuando sólo en nosotros, en nuestra casa, es donde se encuentra el ladrón. De ahí las disputas y divisiones entre nosotros, las riñas sin más objeto que hacer prevalecer nuestra opinión y darnos públicamente la razón. Son también ellos quienes nos hacen solícitos para llevar a cabo un esfuerzo que nos supera y, antes de tiempo, nos quitan las ganas de lo que nos convendría y nos sería muy provechoso.
Así nos hacen reír a la hora de llorar, y llorar en el momento de reír. En resumen: buscan obstinadamente desviarnos del recto camino utilizando otros muchos engaños para dominarnos. Pero esto basta de momento. Cuando nuestro corazón está saturado de cuanto acabo de decir y de ello hacemos nuestro pasto y subsistencia, Dios, tras larga indulgencia para con nuestra perversidad, vendrá por fin a visitarnos. Nos arrebatará el peso de este cuerpo. Para vergüenza nuestra, el mal que hasta este momento hayamos hecho se revelará en nuestro cuerpo, entregado al tormento, pero que un día revestiremos de nuevo por la bondad de Dios. Así nuestra situación final será peor que la primera (Lc. 11,26). No ceséis, pues, de implorar la bondad del Padre para que su ayuda nos acompañe y nos muestre el mejor camino.
Con toda verdad os digo, hijos míos, la envoltura de nuestra morada presente es perdición para nosotros, casa donde reina la guerra. En verdad os digo, hijos míos, quien se haya deleitado en sus propios deseos y sometido a sus propios pensamientos, quien haya acogido de todo corazón esta semilla y buscado en ella su gozo, puesta en ella la esperanza de su corazón como si fuera un misterio grande y excelente, y se haya servido para justificar una vez más su conducta, su alma, como el aire estará habitada por los espíritus del mal. Le será consejera funesta y hará de su cuerpo la copa de sus secretas abyecciones. Sobre este hombre tienen los demonios pleno poder, porque no ha querido poner a plena luz su ignominia.
¿Ignoraréis la variedad de sus trampas? Si no es así, ¡qué fácil es conocerlas y preservaros de ellas! Pero por más que mires no podrás percibir materialmente el pecado, la iniquidad que maquinan contra ti, pues ellos mismos no son visibles materialmente. Comprendedlo bien: nosotros les servimos de cuerpo cuando nuestra alma acoge su malicia. En efecto, por ese cuerpo, que es nuestro, es por donde el alma introduce en sí a los demonios.
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Fragmento de la Carta Cuarta de San Antonio Abad (Antonio el Grande), siglo IV.
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