Ninguna persona de mente sana puede eludir el reconocimiento de que el mal opera continuamente en el mundo, que siempre hay gentes que cometen el mal por amor al mal. La historia de la Humanidad es también la historia de la lucha entre el bien y el mal.
Y no existe cultura, no ha existido ninguna cultura, en la que el hombre no haya personificado el mal, pues para la mente humana la tensión causada por amenazas de una o de algunas fuerzas totalmente desconocidas, es mucho más difícil de soportar, mucho más destructiva para su necesaria armonía interior, que las amenazas que, de alguna manera, son al menos, parcialmente reconocibles.
Por ello, en todas las culturas ha habido personificaciones del mal, espíritus malvados, bien en forma de divinidades, bien en formas más «comprensibles» que las divinidades, más imaginables, como los espíritus de los muertos que no han podido encontrar un lugar de reposo y vagan por la Tierra, buscando hacer el mal como venganza por su suerte; o como los demonios en todas sus formas, organizados con frecuencia en jerarquías, con príncipes y princesas, o solitarios como los djins de los árabes, las larvas de los romanos, los lémures de los etruscos, que se instalaron también en Roma, como los sátiros de Grecia, los goules de la tradición rabínica, espectros que devoran los corazones de los cuerpos o se alimentan de sangre humana, y muchísimos más, gran número de los cuales se encuentran aún en las tradiciones regionales de muchos países.
En nuestra cultura occidental y cristiana, el Mal está personificado, sobre todo, por los demonios pertenecientes a las legiones infernales de Satán, el cual se dedica infatigablemente a eliminar y destruir el bien y a sembrar el mal. No es sólo el enemigo de Dios; lo es, principalmente, de su Creatura más querida, el Hombre. Y cada vez que convence a una persona de que sus caminos son los que más convienen a sus intereses, gana otro asalto en ese gran juego de ajedrez en el cual el ser humano no parece tener más libertad que elegir entre el bien y el mal, sin poder cambiar, por sus propias fuerzas, el curso de los acontecimientos, que son como una corriente contra la que él no puede nadar.
Y nada hay que subraye mejor la amplitud de la operación de las legiones de Satán que el último versículo del Padrenuestro: «Y no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del Malo».