
Caminamos rodeados de ángeles. No estamos solos mientras transitamos por la vida. Espíritus creados por Dios nos rodean en todo momento. Pero no podemos verlos, porque son espíritus puros sin cuerpo.
Andamos rodeados de ángeles, en efecto. Pero algunos de ellos son caídos. Nuestros ángeles de la guarda son enviados por Dios para iluminar y proteger nuestro camino. Pero otros son enviados por Satanás para tentarnos y ponernos a prueba, tratando de llevarnos por mal camino.
Esto significa que nuestra vida en la tierra es una guerra espiritual constante. Por ello San Pedro nos exhorta: “Sean sobrios y estén siempre alerta, porque su enemigo, el demonio, ronda como un león rugiente, buscando a quien devorar. Resístanlo firmes en la fe».
Un teólogo benedictino español del siglo XVI, Francisco Blanco, dejó escrito este interesante argumento:
En el mismo instante en que Dios crea su alma, cada ser humano cuenta con un ángel de la guarda que le protege. Pero, en su infinita magnanimidad, el mismo Dios permite a su ángel caído, al bello Lucifer, ponerle un demonio, para que siempre le persiga.
Y así, ángel y demonio pugnan, a lo largo de toda la vida del ser humano, por hacerse dueños de sus decisiones. El hombre nace libre para decidir. El demonio es libre de tentar. La decisión última de caer o redimirse, siempre está en la conciencia humana, en el gran regalo que hizo Dios al ser humano: el libre albedrío.
Así pues, al igual que un «angelito» de la guarda, cada uno de nosotros tenemos también un «demoncito» de la guarda.
Tú eliges a cuál de los dos escuchar.