
Los Bienandantes, o los Buenos Caminantes, fue el nombre que recibía un selecto grupo de personas que en los siglos XVI y XVII era capaz de inducirse el trance al llegar la noche y, durante el sueño, su espíritu se desprendía del cuerpo para patrullar los campos luchando contra brujas y demonios.
A veces su espíritu adoptaba la forma de un gato, un conejo o una mariposa, todos seres ideales para un combate contra el mismísmo diablo. Y, según algunos testimonios, otros simplemente volaban entre las nubes luchando contra brujas. El resultado de esas batallas eran cosechas abundantes y de calidad cuando vencían los bienandantes, pero plagas y sequía cuando lo hacían las fuerzas del mal.
Pero no siempre su trabajo era tan emocionante: a menudo en sus trances parecía que se embutían en un traje o se colocaban la visera, pues también eran capaces de ayudar a abogados y contables en sus trabajos.

También había mujeres entre los bienandantes, sin embargo sus testimonios difieren de los de los hombres: los suyos cuentan que durante sus trances asistieron a procesiones, rituales y grandes fiestas que propiciaban la fertilidad de los campos, e incluso tenían visiones del futuro próximo de los aldeanos y campesinos.
En cualquier caso, también debía haber bastantes bienandantes con mucha cara que decían tener poderes que iban más allá de los que en principio se esperaba de ellos, pues algunos dijeron ser capaces de hablar con los muertos e incluso curar enfermedades. Poderes que, como dice el escritor Jacopo Fo, podían reportar beneficios económicos a estos supuestos bienandantes.
Pero ¿cómo se entraba a formar parte de ellos?
No era una cuestión de voluntad, sino que venía determinado desde el nacimiento. Todos los bienandantes habían nacido con una característica en común: salieron expulsados del vientre materno con la cabeza envuelta en el saco amniótico (saco que, por cierto, debían conservar durante el resto de su vida). Desde niños se les educaba en el bien, y se les convencía de que su nacimiento les había marcado el camino a seguir, el del deber sagrado de proteger los campos del mal.
Carlo Ginzburg fue el primero en sacar a la luz la existencia de estos grupos en su obra «Los Benandanti. Brujería y cultos agrarios entre los siglos XVI y XVII».
Ginzburg tuvo la suerte de su vida al dar con esta gente en archivos italianos que guardaban documentos de la Inquisición donde se recogían interrogatorios a bienandantes.

Efectivamente, la Inquisición romana les había puesto el ojo encima porque no se fiaba de gente que era capaz de convertirse en animales o ver el futuro. A fin de cuentas, su forma de funcionar se parecía mucho a la de las brujas y brujos: volaban, se reunían en secreto, tenían prohibido hablar de sus actividades o desvelar la identidad de sus compañeros a personas ajenas al grupo.
Y aunque el propio Ginzburg recoge unos pocos casos que resultaron condenados, durante los juicios quedó claro que los bienandantes eran de los buenos pues, tal y como declaró uno de ellos durante un juicio inquisitorial, ellos estaban «de parte de Cristo» y luchaban «en nombre de la religión y de Cristo» contra los que estaban de «parte del demonio».
Durante las investigaciones se dejó claro que los bienandantes no empleaban elementos característicos de los cultos satánicos como cruces invertidas ni otros símbolos, y que además ninguno renegaba de Cristo. Así que los investigadores tuvieron que concluir que se trataba de personas que practicaban la «magia benigna» y se les exoneró de toda culpa.
Aunque todos los documentos conservados se refieren a Italia, y más concretamente a la región de Friuli, en el nordeste italiano, Ginzburg asegura que se trata de una tradición que se remonta a un pasado precristiano y que guarda relación con otras tradiciones populares de origen germánico y eslavo. De esta manera, propone que en realidad no era una tradición propia de esa región italiana, ni siquiera de Italia en general, sino que se habría practicado en la mayor parte de Europa.

La falta de pruebas documentales que respaldasen esta propuesta llevó a muchos historiadores a tachar a Ginzburg de exagerado, y que quizá sí que se tratase de un caso aislado. Sin embargo, en las décadas siguientes fueron apareciendo autores que apoyaron esa teoría relacionándola con otras tradiciones europeas.
Una de esas tradiciones es nada más y nada menos que la de los hombres-lobo, los licántropos. Así, Jacopo Fo, recoge en una obra la declaración de un hombre que a finales del siglo XVII relató durante un juicio en Letonia que era capaz de transformarse en lobo tres noches al año (ni más, ni menos), y que, como él, otros muchos hombres lo hacían para bajar al infierno y luchar contra los demonios y brujos que amenazaban las cosechas.
Al igual que los bienandantes, el letón se defendió refiriéndose a él y a sus compañeros como «perros de Dios» que usaban sus poderes para luchar contra el mal. Así que casos como este y otros en Hungría, Rumanía, Alemania y demás países han llevado a autores más recientes, como Ronald Hutton o Éva Pócs, a respaldar la tesis de Ginzburg de que se trata de una tradición extendida a la mayor parte de Europa.