En memoria de un gran hombre de Dios

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Quisiera estar animoso y compartir la alegría y las ganas de fiesta de tantas personas, en estas fiestas patrias.

Sin embargo, no puedo. Me siento triste, me duele el alma.

Ha traspasado al otro plano alguien que fue muy importante en mi vida. Fue mi consejero, mi mentor espiritual, quien me dio fuerzas en momentos de flaqueza. Una persona que siempre tuvo mi completa admiración.

Un hombre de Dios cuyo encuentro con él, hace ya treinta largos años, dio un giro radical a mi vida.

Me prometí que en vida suya nunca contaría esa experiencia. Ahora ya puedo hacerlo.

Yo había abandonado el seminario antes de ordenarme sacerdote, había estado con los lamas tibetanos y compartido con monjes benedictinos, y nada llenaba mi vacío interior. Andaba vagabundeando sin rumbo por Europa, mochila al hombro, buscándome a mí mismo, cuando la mano de Dios (que no el azar, ni el destino) me llevó a la capilla de los Capuchinos en Roma, para visitar las momias que allí en su sótano se albergan.

Satisfecha mi curiosidad y en vez de salir por la puerta ‘normal’ por donde abandonaban el recinto todos los turistas, algo me empujó a subir unas escaleras y sin darme siquiera cuenta, me encontré en la nave principal de la capilla. Allí me senté en el último banco. Estaba totalmente solo, o eso creí en los primeros instantes.

Luego, en la penumbra, percibí que frente al altar estaba él, un hombre enjuto de unos 60 años, casi calvo, ayudado por dos mujeres, realizando un exorcismo a una persona tendida sobre una colchoneta y que evidentemente, por sus gestos y reacciones, estaba contaminada por un mal espíritu.

Narrar todo lo que vi y oí sería muy largo y no es aquí el momento; puede que en otra ocasión lo haga. Lo que realmente quiero destacar, y que como digo me cambió la vida, fue el hecho de que transcurrido no sé cuánto tiempo, aquel hombre se dirigió directamente a mí atravesando toda la nave del templo. Pensé que me iba a pedir que me marchara, o expulsarme directamente, con toda la razón porque allí yo era un intruso; pero en vez de ello me puso la mano en el hombro y mirándome con ojos profundos y oscuros, me dijo en un italiano que entendí perfectamente, estas palabras que nunca olvidaré:

«Usted anda en busca de Dios. Siga su camino en paz. Dios le tiene reservada una misión muy importante en su vida, por eso ha visto lo que ha visto hoy. No Lo busque más. Él está siempre en su corazón».

Y me tocó el pecho con su dedo índice, y les puedo asegurar que sentí casi como si me quemara.

Le besé la mano con todo respeto, agarré la mochila y salí.

En otra ocasión contaré más cosas. La emoción y la tristeza me embargan ahora.

Sólo quiero sugerir a los demonios y malos espíritus que no se les ocurra ir a molestar a ese hombre de Dios, porque con toda seguridad van a salir perdiendo.

Gracias por haberme concedido la fortuna de conocerle. Gracias por guiarme y orientarme.

Rezaré por usted y con toda humildad le pido que rece también por mí y por todos los míos.

Gracias, padre Gabrielle Amorth, y hasta siempre.

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