
Cuando apenas el sol comenzaba a calentar y el piar de los pájaros sobre el tejado hacía correr y saltar a la vieja perra, en un vano intento para jugar con ellos, la abuela despertó con una sonrisa.
Sin que nadie la viera y sin hacer el menor ruido, se vistió con sus mejores ropas, calzóse los negros y relucientes zapatos y peinó con ademanes apresurados sus blancas canas.
En la casa, quien más quien menos, dormían todos todavía. Quizás en cualquier otra ocasión les hubiera despertado, para que la acompañaran.
Pero ese día era especial. Ese día, le tocaba ir sola.
Era un día de fiesta, el mejor que nunca tuviera.
Alegre y ágil, sin que le dolieran ya las piernas, olvidando pasados achaques y despreocupándose de viejos dolores, salió afuera.
La vieja perra, arriba en el tejado de la casa, la olió e incluso lanzó un par de alaridos lastimeros. Quizás hubiera querido irse con ella. Pero algo o alguien, nunca lo supo, le diría que no era aún su momento. Y siguió jugando y correteando a los pájaros.
La abuela emprendió el camino a través de los bosques aún húmedos de rocío, cruzando los campos de tierra roja y brillante. No sentía el menor cansancio y apresuraba el paso en su deseo de llegar cuanto antes.
Allá arriba, el llano de Corona despertaba también y se preparaba para vivir un día grande. Era fiesta mayor. Era el día de la patrona, Santa Agnès.
Era fiesta en Corona y fiesta grande para la abuela. Entró en la iglesia – aún era temprano para la misa – y rezó en silencio ante la imagen venerada, dándole las gracias por cosas que sólo ella sabía.
La gente empezaba a llegar al pueblo y el ambiente olía ya a buñuelos, alegría, bailes y celebraciones. Pero a la abuela, ese día, nada de todo eso le llamaba la atención.
En otra ocasión, quizás, se hubiera quedado en la plaza, como hiciera tantas otras veces en pasadas fiestas; habría sonreído y hablado con sus convecinos e, incluso, puede que hubiera bailado alguna ‘curta’, como en sus mejores tiempos.
Pero era su fiesta. Y tenía cosas mejores por hacer.
Siguió caminando y, cuando llegó al bosquecillo desde el cual se divisaba el mar, volvió a sonreír.
A la abuela la estaban esperando.
Ese día, confirmó algo en lo que ella siempre había creído.
A veces les hablaba a sus nietos de hadas y de duendes y si se reían, o no le hacían demasiado caso, pensaba que ya les llegaría a ellos la ocasión.
Si la hubiera conocido el poeta, quizás la hubiese incluído en esa minoría de gentes «que entienden el lenguaje de las cosas mudas».
Pero a ella, igual le daba… A la abuela sólo le importaba, ahora, que esas figurillas gráciles e invisibles -casi siempre, al menos- la habían cogido de la mano y con cariño, con dulzura, la llevaban hacia una gran puerta donde brillaba una intensa luz blanca.
La llevaban a la fiesta que ese día y sólo para ella habían preparado.
Y mientras, allá en la casa, unos hijos y unos nietos lloraban ante lo que ya era «una vieja corteza», como dijo una vez el Principito al aviador.
Lloraban a un cuerpo vacío y empezaban a ‘passar es missatge’ para avisar a familiares, amigos y vecinos y a ultimar todos los preparativos para llevarla a su última morada terrenal. Pero hacía tiempo ya, desde la salida del sol, que la abuela no estaba entre ellos.
La abuela, junto a duendes traviesos, hadas juguetonas y espíritus de los bosques, jugaba y sonreía, esperando que le llegara el turno de cruzar la puerta blanca.
Ese día,el día de la patrona de su pueblo, la abuela se fue a su fiesta.
(Escrito en memoria y homenaje a mi abuela paterna, fallecida en 1989, el 21 de enero, festividad de Santa Inés (Agnès). Lo dedico también a la memoria y recuerdo de mi madre, fallecida en 2015. En la foto, tomada en la puerta de la vieja casa familiar en Santa Agnès, con apenas un año de edad estoy en brazos de mi abuela Catalina. Mi madre, sentada al lado, está cosiendo).
©Josep Riera